Cuando un consagrado y veterano artista muere, no creo que el arte pierda, porque sus obras siempre quedan resplandeciendo en ese altar estético. Aun cuando suene duro, son ellas -y no la persona- las que leemos, escuchamos, vemos, admiramos y veneramos: es la 9ª Sinfonía de Beethoven y no Beethoven lo que nos encanta, es “Cien años de soledad” lo universal y no García Márquez, aunque el texto sea de García Márquez. El autor o autora de obras memorables es quien menos importa, como no sea por el morbo de indagar sus intimidades personales en plano de curiosidad malsana; o bien, porque se le admire en otros ámbitos de la vida pública.
Sí, justo es que se le reconozca el mérito, se le felicite y se le cuide. En el plano personal, son su familia y amistades quienes están en el pleno derecho de sentir su partida física; pero al saberse de su fallecimiento no concuerdo con doloridas expresiones de “es una gran pérdida para la literatura”, el cine o la música, puesto que si se trata de alguien realmente consagrado/a podemos asumir que ya dio su gran aporte en esas ramas del frondoso árbol del arte. Lo verdaderamente triste, por ejemplo, habría sido que Edgar Allan Poe se hubiera muerto cual borrachín encunetado... ¡sin haber escrito sus escalofriantes relatos!
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