Me senté a ver Hector and the search for happiness (2014) princpalmente porque alguien me la recomendó. En general, aunque no tiene tan mala nota, mucha crítica en internet no le ha sido favorable, básicamente por el prejuicio de ser una especie de película de autoayuda, cosa que de por sí produce algunas alergias; sin embargo, el tráiler me pareció divertido, así que opté por dedicarle su respectivo par de horas.
El planteamiento es válido: un psiquiatra insatisfecho con su vida, pese a tenerlo “todo” (trabajo, pareja y un estátus socioeconómico bastante desahogado), que decide viajar a lejanos confines para investigar qué es eso que la gente llama “felicidad” y también para intentar reencontrarse con alguien o algo de su propio pasado, que no ha podido superar.
En este periplo, hay situaciones cómicas y otras no tanto, como para casi perder la vida. La reflexión sobre el tema plantea, como es natural, más preguntas que respuestas definitivas. Las diversas perspectivas sobre la felicidad, según la realidad que cada quien vive, son aportes valiosos.
El desarrollo de la historia va bastante bien… hasta que comienza el desenlace, los últimos quince minutos del filme. Es allí donde todo se echa a perder. Aparece la cursilería a raudales con lacrimógena superficialidad y momentos Kodak, donde emerge la receta estandarizada de superventas de superación personal: “todos tenemos la obligación de ser felices” (¡Oh, cielos, ya veo, lo he comprendido! ¿Cómo es que no me di cuenta antes?).
Francamente, les hubiera quedado mucho mejor con un final abierto, gestos sugerentes en vez de eslóganes, caminos por recorrer en lugar de casillas prefabricadas.
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