El acto de despedir a alguien de un trabajo tiene una fuerte connotación injuriosa, peyorativa, seguramente porque no es ninguna gracia para quien a partir de ese momento pasa a engrosar las multitudinarias filas del desempleo.
Curiosamente, de estos infortunios suele sacarse abundante material cómico, para vilipendio de la persona afectada, aunque siempre se trata de humor negro, pues la situación ciertamente no es de risa.
Yo lo sé porque ha mucho tiempo, tanto como más de un cuarto de siglo, fui despedido de mala manera. Cobré venganza simbólica, literaria, discursiva. Aún me regodeo en ese rebelde recuerdo, sí, pero la espina todavía está allí (y aunque no es secreto, algún día lo contaré).
Comoquiera, en un mundo civilizado (es decir, otro distinto a este), el despido debería mostrar cierta dosis de respeto para la dignidad de la persona con quien un patrono o empresa ya no va a contar.
Prescindir de los servicios laborales de alguien no debería ser la consecuencia del capricho, exabrupto o desborde emotivo de su jefe o jefa. Incluso cuando ha habido una discusión fuerte y hasta salida de tono (siempre que no se hayan ido a los puños, arañazos o un mutuo mesar de los cabellos) la reflexión es imperativa y la justificación debe estar bien elaborada y fundamentada.
Esto implica con frecuencia remitirse a antecedentes, por lo que un despido no tendría que ser sorpresivo, sino hasta que cayó la gota que derramó el vaso, salvo que haya de por medio una infracción grave y evidente por parte del empleado/a.
Por lo mismo, el despido no debería ocurrir por venganza o desquite. O como suelen decir por aquellas tierras soñadas: “it’s business, not personal”. Si esto es sincero y no hipócrita, tampoco es que la persona cesada dará saltos de alegría, pero al menos no se añadirán clavos a su cruz.
And last but not least, hay que cuidar las formas. Un despido es un despido, no es un trance agradable y aunque se haga de la manera correcta tampoco se espera que el exempleado/a se deshaga en agradecimientos por el tiempo pasado. Habrá sinsabor y es comprensible, pero ninguna persona o institución que se respete tiene el derecho de humillar a alguien en el acto mismo de despedirle. La decisión se comunica (explica, razona) en privado y con calma, no con prácticas vejatorias como sacarle las cosas a la calle, que se entere al no dejarlo entrar al recinto laboral, notificarle su remoción -a veces, casi a gritos- frente a sus compañeros de labores, etc.
Miren, pues, que hasta para despedir a alguien hay que ser muy profesionales.