Mi primer contacto con El Principito fue poco antes de cumplir mis diez años de edad, cuando mi hermana Delfy insistió en llevarme al cine a ver la película de mediados de los setentas. En esa época ella andaba muy entusiasmada con la obra, pero yo me aburrí mucho con aquel filme después de la primera media hora, ya que conmigo se cometió el mismo error involuntario que aún se repite: creer que la obra El Principito es literatura infantil.
Años después, tras dos o tres lecturas, el libro siempre me pareció una bonita historia y caí en la cuenta de que, en efecto, es para personas adultas que añoran una infancia idealizada.
Hoy, en esta época de redes sociales, veo que el libro y muchas de sus citas han sido elevados a una especie de oráculo místico que tiendo a rechazar, aunque admita que algunas de sus sentencias son, en su simpleza, reflexiones válidas e interesantes.
Dicho lo anterior, ¿por qué, entonces, me animé a acudir a la sala de cine a ver esta versión animada de El Principito?
Principalmente, porque con el tráiler me di cuenta de que no iba a ver la realización cinematográfica de la historia que nos cuenta el libro, sino un guion original que desarrolla una trama propicia para insertar en ella el tema del Principito, a través de algunas de sus escenas y personajes más significativos provistos por el anciano Aviador, vecino de la niña protagonista.
El ritmo y la tensión narrativa están diseñados cinematográficamente para mantener la atención del espectador, quien de esta manera logra apreciar una historia redonda (perfecta, completa, bien lograda).
De la impresionante técnica de animación no diré más que es una delicia visual. Otro punto a favor del filme es que se cuida muy bien de no trivializar los momentos emotivos, presentes e inevitables pero sin dramatizarlos excesivamente.
No es tan secundario el detalle que la película es en real 3D, eso es un plus que los ojos agradecen.
Pero... hay un "pero".
Al analizar su contenido, me surge un cuestionamiento importante, y es hasta qué punto la película nos presenta, por una parte, una apología de la infancia y, por otra, una visión madura y socialmente funcional del crecimiento (¿maduración?) en cuanto incorporación armónica al mismo sistema que aparentemente se critica (a través, principalmente, del tipo y papel que juega la escuela tradicional mecanizada y competitiva, a la cual se rechaza teóricamente pero al final se acepta de facto).
Así vista, trátase de una producción cinematográfica hábil e inteligente, aunque no del todo fiel al espíritu que Saint-Exupéry plasmó en su obra. En este sentido quizá sea, después de todo, un pequeño Caballo de Troya, cortesía del status quo, con una moraleja que dice: “recuerda con cariño tus antiguos ideales... desde tu sabia inserción en el sistema”.
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