En el ejercicio cotidiano de la docencia, muchas veces uno recibe la protesta (desde moderada hasta bastante airada) de estudiantes, molestos porque se les llame por sus apellidos así como están registrados en la lista de clase.
Algunos chicos y chicas creen que uno lo hace por fastidiar, pero no hay nada de eso: simplemente se basa en los documentos oficiales que acreditan su identidad.
Dejando aparte gustos y preferencias, prestigio social o eufonía, la gran mayoría de casos revelan un conflicto emotivo no resuelto con la figura paterna y su apellido, por situaciones familiares que pueden ir desde la separación de sus progenitores (aunque sea en términos relativamente amistosos) hasta el abandono de quienes nunca mostraron interés por ocuparse de su hijo/a o simplemente no quieren saber nada de ellos.
El punto de fondo es que una persona puede divorciarse de su pareja, pero no puede “divorciarse” de sus hijos/as, y esto debería estar claro. La realidad, lamentablemente, es otra, y al final muchas parejas separadas acaban heredando a sus hijos/as sus batallas personales, con resultados emocionalmente desastrosos.
Ahora bien: aunque uno pueda entender todo lo anterior, no puede remediarlo al momento de pasar lista y nombrarlos.
El artículo 14 de la Ley del Nombre de la Persona Natural, vigente desde 1990, establece lo siguiente:
Los hijos nacidos de matrimonio así como los reconocidos por el padre, llevarán el primer apellido de éste, seguido del primer apellido de la madre.
Con esta ley, los apellidos de estos chicos y chicas en conflicto no se pueden cambiar, salvo que sean adoptados legalmente.
Y si al llegar a la mayoría de edad, esta persona decidiera invertir el orden de sus apellidos o anular alguno, esto le valdría nada más para ser “conocida como”, pero conservaría el original en todo documento y trámite oficial.
Alegando razones de discriminación sexista, una ciudadana salvadoreña presentó un recurso de inconstitucionalidad contra este artículo, solicitando que el orden de los apellidos de la persona fuera de libre elección, pero la Sala de lo Constitucional rechazó la petición en 2015.
No tengo conocimiento de que esté en la agenda legislativa alguna reforma de ley, orientada a permitir que alguien erradique de sí uno de sus apellidos, en casos tales como abandono, grave conflicto familiar o desinterés manifiesto del padre.
Hay otros países que han flexibilizado o modernizado su legislación al respecto, pero el nuestro no.
Así pues, los chicos y chicas que se encuentran en esta situación no tienen la culpa de todo lo anteriormente expuesto, pero sufren las consecuencias.
Ante tan difícil panorama, la mejor recomendación es que la actual familia converse con sus hijos e hijas, con madurez emocional y evitando en lo posible trasladarles resentimientos que no les pertenecen… o incluso si fuera el caso, hacerles ver que ese apellido indeseado es, a lo sumo, una palabra ante la cual pueden elegir no amargarse la existencia.