Publicado en Diario El Salvador
En la historia de la humanidad, podemos reconocer a personajes que son considerados como fuentes de autoridad y referencias axiológicas por varias razones. De ellos, es común citar alguna frase o discurso para reforzar la propia postura o refutar la ajena en el debate social. Este recurso se basa en el reconocimiento del peso histórico, la importancia y sobre todo la integridad de dichas personas.
El uso de la cita de autoridad, no obstante, debe apegarse a ciertos requerimientos para cumplir su propósito argumentativo y, sobre todo, para respetar el correcto sentido de lo que dijo la figura venerada. Para ello, hay que entender el contexto histórico en el que dicha persona vivió, sus limitaciones y conflictos, en qué sentido y para quiénes pronunció tales palabras. Esto es imprescindible para evitar hacer una extrapolación indebida, extendiendo la validez de una afirmación más allá de su alcance original al aplicarla a una situación que no es pertinente, instrumentalizándola para que se ajuste a una agenda particular.
En nuestro país, tenemos a Monseñor Romero como fuente de citas y frases célebres, por ser una de las tres figuras históricas más relevantes, queridas y admiradas por la población, proclamado santo de la Iglesia Católica en 2018. Desde antes de su asesinato en 1980, ya era tenido como referente por la gente más humilde, aunque al mismo tiempo era odiado por los sectores más recalcitrantes de la derecha política y siempre fue visto con desconfianza por la guerrilla insurgente.
Una vez consumado su magnicidio —producto de una infame conspiración derechista— fue la izquierda armada quien comenzó a manipular la figura del mártir, para asociarlo con aquella pretendida revolución de corte marxista-leninista, poniéndolo en todo tipo de pancartas e incluso canciones emblemáticas (“Monseñor, tu verdad nos hace marchar a la victoria final”). Por otra parte y décadas después, cuando los herederos ideológicos del difunto mayor D’Aubuisson vieron que era políticamente incorrecto referirse en malos términos al amado pastor, la derecha civilizada lanzó a través de sus aparatos mediáticos una versión light de San Óscar Arnulfo, presentándolo a lo más como un anciano dulce, inofensivo y piadoso.
Actualmente, no faltan personas e instituciones que siguen tratando de instrumentalizar su voz, citando y trasladando al presente —de manera simplista y mecánica— frases suyas que fueron dichas en un contexto esencialmente diferente, para sujetos distintos y con intenciones que no son las que dichos activistas convenientemente le quieren atribuir.
Si de citar a Monseñor Romero se trata, en algo no hay que confundirse: él siempre defendió a las víctimas y nunca a los victimarios. En los años 70, los principales perpetradores de las vejaciones eran el ejército y los antiguos cuerpos de seguridad, por eso se dirigió a ellos para exigirles el cese de la brutal represión política. Durante la guerra civil de los 80, sin duda les habría hablado en términos igualmente fuertes a ambos bandos combatientes, por ser ellos los principales propiciadores de dolor y muerte. Pero a partir de los 90, quienes fueron sometiendo progresivamente a la gente a todo tipo de sufrimientos hasta llegar a los más abominables actos de crueldad fueron las innombrables bandas del crimen organizado, autores de una masacre lenta e implacable, sostenida en el tiempo, de aproximadamente 100,000 asesinatos en los 30 años posteriores. Siendo fiel a su esencia, seguramente Monseñor Romero los habría encarado a ellos para reclamarles que “son de nuestro mismo pueblo” y “matan a sus mismos hermanos”, recalcándoles que “ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios, que dice ¡no matar!" Y aunque esa intercesión también le hubiera costado la vida, Monseñor Romero la habría hecho con valentía por amor a su pueblo.