Dice en la presentación del filme "La vuelta al mundo en ochenta días" (1956) que el libro en el cual ésta se basa es "el clásico" de Julio Verne, calificación a la que no dudo en adherirme debido a la amenidad del relato, el hábil uso de recursos argumentales para mantener el interés del lector y la saludable dosis de humor que impregna sus páginas a través del viaje por los distintos países y parajes.
Quizá consciente de tales virtudes pero seguramente no del todo contento, ansioso por dar un golpe maestro al final, el autor francés decidió incorporar un giro que pareciera transcurrir en universos paralelos: mientras en un capítulo Phileas Fogg no llega a su destino dentro del plazo pactado, perdiendo toda su fortuna; al capítulo siguiente, Phileas Fogg entra victorioso en el "Reform Club", su destino, segundos antes de expirar el mismo plazo, con la consiguiente ganancia en fama, prestigio y dinero.
Ante semejante sorpresa, el perplejo lector es entonces ilustrado con la explicación técnica: que al completar una vuelta al mundo en dirección hacia el oriente -es decir, al encuentro del sol- el viajero gana tiempo puesto que "su día" dura, en promedio, casi dieciocho minutos menos, debido al avance en el mismo sentido de giro del planeta. Al cabo de ochenta días, como consecuencia natural, el total ahorrado producirá inevitablemente la ganancia de veinticuatro horas y así, mientras el viajero ha visto salir el sol ochenta veces, sus coterráneos llevan la cuenta en setenta y nueve.
Sin embargo, aunque en efecto esto debió ser así, paradójicamente la misma obra nos demuestra... ¡que tal cosa no ocurrió!
Phileas Fogg viajaba atenido a la rigurosa puntualidad de las salidas y llegadas de los diversos medios de transporte de la época, fundamentalmente barcos y trenes de vapor (aunque contingencialmente utiliza trineos de vela y elefantes). En su viaje a través de Europa y la India, si bien el ahorro diario de los mencionados dieciocho minutos es efectivo, las fechas y horarios siempre coinciden perfectamente con los manuales de viaje, dados en tiempo local.
El error de Fogg, revelado por Verne al final, fue no corregir la fecha de su calendario personal, retrasándola un día durante su viaje a través del Océano Pacífico, entre Japón y Estados Unidos. ¿Por qué? Porque, aun cuando en 1872 no se había acordado estandarizar la "línea internacional de la fecha" en el meridiano 180º, las diferencias horarias eran una realidad, como lo han sido siempre, entre los distintos países alrededor del globo terráqueo. Así, entre Japón y la costa oeste de los Estados Unidos hay una diferencia de siete husos horarios, de tal manera que cuando en Japón son las siete de la mañana, en la ciudad de San Francisco son las dos de la tarde... ¡pero del día anterior!
La consecuencia práctica, positiva e inexorable es que, cuando Fogg arribó a territorio estadounidense, ya debió notar el día de adelanto en su cuenta personal con respecto a la fecha local. Sin embargo, tal cosa no ocurre en la obra, pues se cuenta que "el 11 de diciembre, a las once y cuarto de la noche, el tren (donde viajaba Fogg) se detenía en la estación, a la margen derecha del río" y el barco "con destino a Liverpool había salido cuarenta y cinco minutos antes".
En términos simples: si el vapor sale puntualmente según lo previsto en todos los calendarios el 11 de Diciembre y Fogg estaba allí ese mismo día, sin que hubiera ningún desfase calendario, entonces Fogg no llega a tiempo y pierde la apuesta.
¿Arruina eso el "final feliz"? Pues... sí y no. En el peor de los casos, sólo demuestra la imposibilidad de su triunfo en cuanto a moneda y orgullo, porque el verdadero tesoro lo halló Mr. Fogg en el amor de Aouda, esa joven mujer de la India quien se convirtió en su amada esposa.
viernes, 16 de noviembre de 2007
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