O NO TOMARSE TAN EN SERIO
Uno de los consejos paternales que con más frecuencia recuerdo es este: “uno debe aprender a reírse un poco de uno mismo”. Lo decía generalmente después de algún pequeño altercado familiar en donde uno, quieriendo mostrar enojo, asumía el papel de ofendido. Él sencillamente reiniciaba la comunicación con una trivialidad que nada tenía que ver con lo anterior, como si nada hubiera pasado; muchas veces venía él y decía, con una risita algo descarada: “¡ve vos, ahí pasando cóleras y yo aquí bien tranquilo!”. Y uno se sentía algo tonto al ver que él tenía razón y que uno estaba haciendo un berrinche inútil.
Recuerdo este consejo cuando encuentro gentes que son demasiado susceptibles en temas religiosos, políticos, morales o de cualquier otra índole, y tensan la púa con sólo el amago de bromear sobre algo que toque esas zonas sacras. Creo que ello sólo puede proveerles de una lista cada vez más creciente de individuos y situaciones con las que se consideran incompatibles, mutilando su rango de vida hasta los límites de una seguridad tan frágil como ilusoria.
¿Por qué no podemos aceptar de buen grado una broma, aunque ésta toque precisamente a esos supuestos pilares a los que nos aferramos? Si por un momento pensáramos en nuestra propia pequeñez universal y en la insignificancia de nuestra vida y nuestras creencias en el contexto de las galaxias y el infinito... ¿cómo no hemos de reírnos de alguien que quiere apagar un incendio con un gotero?