Tan sorprendente como la voltereta en el marcador que dio la selección nacional de fútbol ante su similar de Panamá el domingo pasado es la manía escéptica de algunas conciudadanas y conciudadanos, quienes especulan que todo se debe a que el árbitro fue "comprado" para favorecernos. Basan sus dudas en el penal que finalmente se transformó en el segundo gol, ese que puso el miedo en los rivales y algo así como la certeza de su derrota inexorable.
Señoras y señores: la falta fue doblemente clara, primero un atropello desde atrás y luego un jalón. Que si otros árbitros no suelen pitar nada en situaciones así, es problema muy de ellos, pero el penalty fue de reglamento. En cuanto al tercer gol, ¿cuál es la gana de quitarle mérito? El tiro iba fuerte y al arco, pero se desvió casualmente en la nuca de un delantero, haciéndolo inalcanzable para el portero adversario. ¿Por qué aquí es "guasa", mientras que en otros contornos cosas así son "genialidades de Deco" en el F.C. Barcelona, el mejor equipo del mundo hace dos temporadas?
En el fondo de todo esto yo veo una manía por hacernos pedazos a nosotros mismos, una especie de canibalismo étnico. Al final del día, lo cierto es que este grupo de deportistas logró una de esas hazañas nacionales "por fe", superando todo tipo de limitaciones: desde provenir de un medio futbolístico tragicómico hasta enfrentarse a jugadores con mejores condiciones físicas y que juegan en equipos de verdad.
Que el silbante se haya hecho el del ojo pacho ante las tradicionales patanadas locales, bolsas de fluidos corporales incluidas... ese es otro tema (sanción de la FIFA aparte). Lo importante, por hoy, es la alegría contagiosa que generaron con ese gane. ¡Y eso bien vale las bolitas que les dieron!
domingo, 29 de junio de 2008
martes, 17 de junio de 2008
Cleanup time
Aprovechando la estancia de mi abnegada y septuagenaria madre en el hospital, por padecimientos característicos de su edad y condición, he aprovechado para hacer lo que no podría en su presencia por falta de permiso: limpieza y orden en sus habitaciones, armarios, roperos, gavetas y depósitos. Parte de nuestra cotidiana historia familiar se encuentra ahí, en lejanos objetos de rincones añejos, algunos de ellos tan memorables como para recordar mi propia infancia o incluso su juventud en blanco y negro. También hay cosas repetitivas que explican el porqué siempre se ha quejado de que en casa de escritores nunca hay un lapicero a la mano: una treintena de ellos estaba ahí, ocultos tras las cosas que se van dejando como por descuido, emergiendo en esta circunstancial labor de rompecabezas. Yo confío en que, como casi siempre que hago esta labor de depuración hogareña y pasado cierto disgusto inicial, ella sabrá entender la necesidad de conservar lo uno y descartar lo otro, pues además de la armonía visual, hay ganancia de espacio... ¡y cierta enfermiza tranquilidad mía de conocer la ubicación exacta de todo!
martes, 3 de junio de 2008
Suplicio auditivo
En la novela “El otoño del Patriarca”, García Márquez relata un magno episodio donde el poeta Rubén Darío da un recital al que asiste el mismísimo dictador protagonista; quien, extasiado ante las imágenes verbales del genio modernista, sólo puede exclamar lo siguiente: “¡cómo es posible que este indio pueda escribir una cosa tan bella con la misma mano con que se limpia el culo!”.
Aplicado a situaciones mucho menos sublimes, casi lo mismo me pregunto cuando veo la multitud de altoparlantes, algunos de alta fidelidad, casi a media acera, puestos allí por los vendedores formales e informales de electrodomésticos, supermercados, ventas de ropa nueva o usada, y cuanta cosa vendible pueda imaginarse, volviendo intransitable cualquier andanza por la ciudad. Entre tal suplicio auditivo, pienso que por ese par de sólidos “speakers” de 600 watts RMS por canal puede, en efecto, salir bella, buena y verdadera música... ¡o también la sarta de idioteces con que los “animadores” acometen el tímpano de los transeúntes!
¿Pues qué creen que con semejante producción de ruido van a vender más? Siendo como es el comerciante local promedio, poco amante de las estadísticas y registros contables minuciosos, dudo mucho que el dueño del almacén tenga a la mano datos objetivos que demuestren que, con ese escándalo auditivo cotidiano, su volumen de ventas aumenta significativamente.
Si las leyes del mercado son reales, creo que la gente siempre busca el mejor equilibrio en la relación costo-beneficio. Así pues, por mucho que lo llamen a gritos a comprar por aquí o por allá, el cliente no hará caso si la oferta no es buena, y algo me dice que, mientras más estridente es el voceador... ¡es porque menos clientes tiene!
Aplicado a situaciones mucho menos sublimes, casi lo mismo me pregunto cuando veo la multitud de altoparlantes, algunos de alta fidelidad, casi a media acera, puestos allí por los vendedores formales e informales de electrodomésticos, supermercados, ventas de ropa nueva o usada, y cuanta cosa vendible pueda imaginarse, volviendo intransitable cualquier andanza por la ciudad. Entre tal suplicio auditivo, pienso que por ese par de sólidos “speakers” de 600 watts RMS por canal puede, en efecto, salir bella, buena y verdadera música... ¡o también la sarta de idioteces con que los “animadores” acometen el tímpano de los transeúntes!
¿Pues qué creen que con semejante producción de ruido van a vender más? Siendo como es el comerciante local promedio, poco amante de las estadísticas y registros contables minuciosos, dudo mucho que el dueño del almacén tenga a la mano datos objetivos que demuestren que, con ese escándalo auditivo cotidiano, su volumen de ventas aumenta significativamente.
Si las leyes del mercado son reales, creo que la gente siempre busca el mejor equilibrio en la relación costo-beneficio. Así pues, por mucho que lo llamen a gritos a comprar por aquí o por allá, el cliente no hará caso si la oferta no es buena, y algo me dice que, mientras más estridente es el voceador... ¡es porque menos clientes tiene!
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