viernes, 21 de agosto de 2009

Insólito reclamo

Que uno, en su papel docente, deba estar preparado para situaciones insólitas dentro del aula es una cosa; pero de eso a que uno ya no sepa distinguir si se trata de una sutil broma o una inconcebible y esperada ocurrencia (siendo la protagonista quien sabemos que es), hay un buen trecho.

* * *

ESCENA ÚNICA

(La Niña de la Blanca Tez se acerca al atril del profesor RFG para presentarle un reclamo por la nota de su examen de "No se culpe a nadie", de Cortázar.)

La Niña de de la Blanca Tez (esgrimiendo su papeleta):

- Mire, Góchez: la respuesta de esta pregunta, según lo que Ud. explicó, no tiene nada que ver, va por otro lado.

RFG (revisando la sumatoria de puntos):

- A ver... ¡Pero si está bien, por eso le puse el punto! Vea Ud., aquí está la marca.

La Niña de la Blanca Tez:

- Precisamente, Ud. me la ha puesto buena, pero esta respuesta no refleja lo que Ud. acaba de definir como una respuesta correcta.

RFG:

- ¿Eh...?

La Niña de la Blanca Tez:

- ¡Vuélvala a leer!

RFG (la vuelve a leer):

- Bueno, no es exactamente lo que yo dije, pero hay una idea válida, realmente el tipo del cuento no tiene control de su cuerpo, por eso cae por la ventana y no se le puede culpar por ello. Yo siento que está bien.

La Niña de la Blanca Tez:

- ¡No, no está bien!

RFG:

- ¡Que sí!

La Niña de la Blanca Tez:

- ¡Que no!

RFG:

- ¡Nada, he dicho, vaya a sentarse!

(La Niña de la Blanca Tez camina hacia su pupitre con mirada de "estoy planeando cómo conquistar el mundo", mientras el profesor se dispone a continuar con su clase, mientras cree notar un leve zapateo de inconformidad.)

Cae el telón.

jueves, 13 de agosto de 2009

La hiel en el dulce

Que el menú de opciones de la vida no lo hace uno a su gusto es evidente. Lo triste es que también es verdad. Pongo aquí cinco cosas (como pude haber puesto diez o veinte) que son como en “El cuento de lo que quiero y no quiero”, de Salarrué, pues resulta que no me gusta...

... que para poder conducir un vehículo automotor en nuestras ciudades uno tenga que romper casi todas las leyes de tránsito.

... que para ejercer el derecho al sufragio haya que votar por uno de nuestros partidos políticos,

... que para escuchar el cuarto movimiento de la novena sinfonía de Beethoven uno tenga que soportar a los solistas operáticos que éste contiene,

... que para que la majada añore a su país se tenga que ir de él

... y que para ver a nuestra “selecta” de fútbol sin volverse adicto al masoquismo... ¡uno tenga que abandonar toda expectativa de triunfo!

domingo, 9 de agosto de 2009

De medallas y orgullos

¿Por qué uno siente orgullo por las medallas que compatriotas ganan en eventos deportivos internacionales? Fácil: porque son compatriotas, gente que ha nacido y crecido en nuestra misma tierra, que ha compartido con uno patios y calles, que ha ido a nuestras escuelas y colegios, que tiene nuestras mismas caras y acentos, que se ha superado a partir de las mismas condiciones y entornos que nos rodean; en fin: porque nos reconocemos en ellos, porque nos representan y porque llevan en ellos un poco de nosotros mismos.

No es casualidad que los pronombres y determinantes más usados en el párrafo anterior hayan sido "nos", "nuestros" y "nuestras": es porque justo porque ahí está la clave.

Esta mi filosofía de las medallas pone en evidencia la futilidad de las preseas obtenidas por deportistas extranjeros que han sido prácticamente contratados para jugar bajo nuestra bandera. No hablo de las y los nacidos extra fronteras que, por circunstancias de la vida, llegaron aquí y como opción de vida abrazaron el terruño patrio como propio, siendo su actividad deportiva una faceta de sus vidas ya locales. No. Me refiero a otros que -de no mediar dineros, prebendas y oportunidades en su especialidad ya consolidada- jamás se hubieran enfundado en los colores azul y blanco.

Estos casos son un poco menos notorios en deportes colectivos como el fútbol, pues la presencia de los demás connacionales tiende a disimular el hecho; sin embargo, resultan harto evidentes en el caso de disciplinas individuales, digamos... como el ajedrez. He aquí entonces que para mí, sin ser chauvinista, sus logros les dan gloria y honor individuales, pero no al país. Yo no me siento representado en ellos y, antes bien, creo que al final del día (y más allá de cualquier consideración sobre lo buena gente que puedan ser)... ¡es nuestra minúscula nación la que les ha servido como puerta, vehículo y trampolín!

martes, 4 de agosto de 2009

Intrigante antinomia

En pláticas personales y virtuales recientes con mis ex compañeros de baloncesto del ’83, varios recordaron una experiencia dolorosa del año 1985, cuando yo ya me había graduado pero la mayoría de ellos estaban en último de bachillerato y les correspondió la responsabilidad de sacar adelante al equipo de primera categoría... en condiciones desiguales.

El caso fue así: aprovechando la ausencia por vacación del cura sostén de la competitividad deportiva del colegio, las decisiones importantes quedaron en manos de un consejo de profesores, instancia que quiso cambiar el rumbo del proyecto real vigente en aquel tiempo, de manera tal que los integrantes del primer equipo fueran no sólo jugadores, sino también estudiantes. La consecuencia de la decisión colegiada fue que, al poner los docentes un requisito de rendimiento académico básico... ¡únicamente quedaron siete jugadores disponibles! (en realidad eran ocho, pero el octavo elemento era un novato tan “pollo” que su presencia en la cancha era posterior al último recurso). Esto sucedió así porque, además, la atrevida decisión magisterial fue precipitada e inoportuna, pues ya no era posible sustituir en la nómina a aquellos que causaron baja. El resultado fue que el equipo caía una y otra vez, víctima del cansancio por falta de rotación de jugadores y de la inhibición defensiva por temor a cometer faltas personales que los descalificaran.

Analizando el hecho, quizá una interpretación estricta del lema del fundador de la congregación que dirige el colegio (“buenos cristianos y honrados ciudadanos”) justificaría el propósito de formación integral del estudiante, donde cierta exigencia académica debiera ser un requisito razonable aún para los bastiones del cuadro más representativo de la institución. En un contexto más amplio y desde esta perspectiva, los juegos deportivos estudiantiles también deberían ser encuentros de sana competencia y no de tradicionales e insanas rivalidades.

La realidad, en cambio, era otra: en aquellos partidos se generaba tanta adrenalina y fanatismo que muchas veces no sólo se quedaba en los insultos hablados o cantados a coro desde las graderías. Por otra parte, para poder plantar cara, deportivamente hablando, era necesario acudir a prácticas cuestionables pero habituales entre los colegios más laureados, como reclutar o “jalar” jugadores (de otros equipos o dispersos por ahí, mediante becas y otras prebendas) garantizándoles implícita o explícitamente que se graduarían (con independencia de su rendimiento académico), además de crear una élite de alumnos privilegiados en muchos sentidos al interior del centro educativo.

Sin embargo, viendo las cosas desde otro punto de vista, podría justificarse la gran importancia que tenía el equipo de baloncesto considerando el enfoque de las inteligencias múltiples: “hacé bien aquello en lo que sos bueno”. También está la perspectiva del colectivo, desde la cual lo importante era el sentimiento de unidad e identidad institucional que aportaba el equipo Chaleco de cara a las multitudes, especialmente cuando tenía opciones reales para ganar el campeonato; sin olvidar tampoco la dimensión publicitaria que aportaba, pues los encuentros congregaban a miles, además de los oyentes por radio y espectadores por televisión.

Recuérdese, empero, que mantener este nivel sólo era posible si se competía en las mismas condiciones que los acérrimos rivales, es decir, incurriendo en las viciadas prácticas ya mencionadas para mantener a los jugadores estelares concentrados prioritariamente en sus tareas deportivas, so pena de que pasara lo que pasó con aquel heroico y diezmado equipo de mis ex compañeros.

A la distancia de cinco lustros, quizá los aficionados y aficionadas al valeroso equipo Chaleco ’85 recordarán con cierta tristeza aquella malograda gesta y le echarán la culpa a quienes desmantelaron el equipo, porque lo que la afición quería y quiere son triunfos a cualquier costo. De hecho, al año siguiente el cura en cuestión revirtió la decisión y, para dejar claro quién mandaba y cuáles eran los verdaderos intereses, trajo a un par de jugadores extranjeros para apuntalar al equipo colegial.

Pero más allá de este postrero y quizá ocioso debate, personalmente me gustaría saber qué fue de aquellos jugadores estelares que estaban en este o aquel colegio únicamente por su habilidad con el balón, así como qué de aquellos que lo hacían bien en la cancha sin descuidar sus estudios. Al momento de ponderar y confrontar realidades vitales me pregunto, ¿qué desmentidos, confirmaciones o sorpresas lograríamos obtener, de poder reunirlos a todos?

sábado, 1 de agosto de 2009

La pregunta que no cesa

Las reflexiones motivadas por "Wit" (2001), comienzan desde el parlamento primero y continúan por horas, incluso días. ¿Cuál es el punto? Mi humeante amigo Mr. Aguacatote creyó, por los primeros cuadros, que era una película sobre enfermos y estuvo a punto de no continuarla, salvado de tal crimen por mis conminaciones, que al final se revelaron como necesarias para que pudieran emerger de él comentarios favorables, que ya es decir. Entretanto, a Carmen la película le pareció preciosa y portadora de una gran enseñanza sobre la vida, siendo esta una de las poquísimas ocasiones en que hay coincidencia de veredicto entre los sujetos, aunque no de motivos. En cuanto a mí, las virtudes de este filme que puedo identificar conscientemente se centran en el acierto artístico de imbricar planos narrativos entre los recuerdos y el amargo presente, que no obstante es sobrellevado con una fortaleza que pareciera sólo poder provenir de la ironía y el sarcasmo; además, añade una cruel sazón la demolición de la imagen del médico redentor, a base de dos o tres almadanazos escénicos.

Luego de esta dolorosa contemplación, quedé rumiando el tema de la soledad que la protagonista padece en su último trayecto; además, pude reafirmar mis imprecaciones contra quienes todavía predican el origen e intencionalidad divinos de tales padecimientos terminales. Finalmente, aunque el poema de John Donne que hace de estribillo es fuerte y esperanzado ("one short sleepe past, wee wake eternally, and death shall be no more, death, thou shalt die"), proveyendo así un cierre de telón poético y majestuoso, hay una pregunta no cesa de martillear: ¿es acaso esa ilusoria esperanza lo que aquí nos ha de fortalecer?