En pláticas personales y virtuales recientes con mis ex compañeros de
baloncesto del ’83, varios recordaron una experiencia dolorosa del año 1985, cuando yo ya me había graduado pero la mayoría de ellos estaban en último de bachillerato y les correspondió la responsabilidad de sacar adelante al equipo de primera categoría... en condiciones desiguales.
El caso fue así: aprovechando la ausencia por vacación del cura sostén de la competitividad deportiva del colegio, las decisiones importantes quedaron en manos de un consejo de profesores, instancia que quiso cambiar el rumbo del proyecto real vigente en aquel tiempo, de manera tal que los integrantes del primer equipo fueran no sólo jugadores, sino también
estudiantes. La consecuencia de la decisión colegiada fue que, al poner los docentes un requisito de rendimiento académico básico... ¡únicamente quedaron siete jugadores disponibles! (en realidad eran ocho, pero el octavo elemento era un novato tan “pollo” que su presencia en la cancha era posterior al último recurso). Esto sucedió así porque, además, la atrevida decisión magisterial fue precipitada e inoportuna, pues ya no era posible sustituir en la nómina a aquellos que causaron baja. El resultado fue que el equipo caía una y otra vez, víctima del cansancio por falta de rotación de jugadores y de la inhibición defensiva por temor a cometer faltas personales que los descalificaran.
Analizando el hecho, quizá una interpretación estricta del lema del fundador de la congregación que dirige el colegio (“buenos cristianos y honrados ciudadanos”) justificaría el propósito de formación integral del estudiante, donde cierta exigencia académica debiera ser un requisito razonable aún para los bastiones del cuadro más representativo de la institución. En un contexto más amplio y desde esta perspectiva, los juegos deportivos estudiantiles también deberían ser encuentros de sana competencia y no de tradicionales e insanas rivalidades.
La realidad, en cambio, era otra: en aquellos partidos se generaba tanta adrenalina y fanatismo que muchas veces no sólo se quedaba en los insultos hablados o cantados a coro desde las graderías. Por otra parte, para poder plantar cara, deportivamente hablando, era necesario acudir a prácticas cuestionables pero habituales entre los colegios más laureados, como reclutar o “jalar” jugadores (de otros equipos o dispersos por ahí, mediante becas y otras prebendas) garantizándoles implícita o explícitamente que se graduarían (con independencia de su rendimiento académico), además de crear una élite de alumnos privilegiados en muchos sentidos al interior del centro educativo.
Sin embargo, viendo las cosas desde otro punto de vista, podría justificarse la gran importancia que tenía el equipo de baloncesto considerando el enfoque de las inteligencias múltiples: “hacé bien aquello en lo que sos bueno”. También está la perspectiva del colectivo, desde la cual lo importante era el sentimiento de unidad e identidad institucional que aportaba el equipo Chaleco de cara a las multitudes, especialmente cuando tenía opciones reales para ganar el campeonato; sin olvidar tampoco la dimensión publicitaria que aportaba, pues los encuentros congregaban a miles, además de los oyentes por radio y espectadores por televisión.
Recuérdese, empero, que mantener este nivel sólo era posible si se competía en las mismas condiciones que los acérrimos rivales, es decir, incurriendo en las viciadas prácticas ya mencionadas para mantener a los jugadores estelares concentrados prioritariamente en sus tareas deportivas, so pena de que pasara lo que pasó con aquel heroico y diezmado equipo de mis ex compañeros.
A la distancia de cinco lustros, quizá los aficionados y aficionadas al valeroso equipo Chaleco ’85 recordarán con cierta tristeza aquella malograda gesta y le echarán la culpa a quienes desmantelaron el equipo, porque lo que la afición quería y quiere son triunfos a cualquier costo. De hecho, al año siguiente el cura en cuestión revirtió la decisión y, para dejar claro quién mandaba y cuáles eran los verdaderos intereses, trajo a un par de jugadores extranjeros para apuntalar al equipo colegial.
Pero más allá de este postrero y quizá ocioso debate, personalmente me gustaría saber qué fue de aquellos jugadores estelares que estaban en este o aquel colegio únicamente por su habilidad con el balón, así como qué de aquellos que lo hacían bien en la cancha sin descuidar sus estudios. Al momento de ponderar y confrontar realidades vitales me pregunto, ¿qué desmentidos, confirmaciones o sorpresas lograríamos obtener, de poder reunirlos a todos?