En 1971, a mis cuatro años de edad, descubrí “Titanes en el ring”, un programa argentino de lucha libre concebido por Martín Karadagián, que pasaban semanalmente por una de las dos estaciones de televisión de aquel entonces. El show duraba una hora y en él desfilaban banderas y nacionalidades, un auténtico muestrario de estereotipos (no exentos de sutiles toques ideológicos), con Rodolfo Di Sarli en la narración y el disco LP de Vlady, su orquesta y coro.
Martín Karadagián se presentaba como armenio, era el eterno campeón y, curiosamente, gozaba de gran popularidad pese a la imagen de tramposo (e ingenioso) que se había creado. Tenía un secretario, Joe Galera, de levita y un bastón con el que aporreaba a los rivales en cuanto estaban cerca del borde del cuadrilátero. "El casto Martín" era acosado por ricas y hermosas viudas a quienes rechazaba sin más explicación que no cedería “ni ante su belleza ni ante su dinero”.
Su combate más esperado y memorable fue, sin duda, contra La Momia, “luchador sordomudo, es más fuerte que el acero, es el paladín de la justicia, La Mooomiaaa…”. Luego de cuarenta minutos de lucha sin cuartel, en la que Martín había sobrevivido a la extraordinaria fuerza sobrenatural de su rival gracias a que cada cierto tiempo le daba golpes en el coxis, que era su “punto débil”, el combate terminó sin decisión cuando Martín le quitó las vendas a La Momia, debajo de las cuales apareció una horrible y desfigurada cara que horrorizó a todo mundo, comenzando por él.
El personaje con quien yo me identificaba era el Caballero Rojo, atlético enmascarado diestro en lanzarse desde la tercera cuerda y hacer llaves magistrales. Su canción lo definía como alguien para quien “el honor de vencer es su premio / combatir como un gran caballero / la verdad, la justicia es su sueño / y en la lucha ser siempre primero”, todo en métrica y rima asonante.
Otros personajes interesantes eran Don Quijote y Sancho Panza, el primero encargado de recibir fenomenales palizas mientras el segundo se tiraba de los cabellos hasta que no podía más y acometía a panzazos a sus rivales. Su canción era, por cierto, de las más bonitas y nostálgicas en la parte instrumental. Ya en una entrada anterior hablé del Mercenario Joe, construido sobre la imagen del guerrillero internacionalista Ernesto “Che” Guevara. La alegría del gitano Ivanoff y su corte festiva es también memorable, tanto como interesante la personalidad de commendatore Benito Durante, italiano de obvias similitudes con Mussolinni, que no obstante era bastante aplaudido. El campeón argentino era “El Ancho” Rubén Peuccelle, cuya música de malambo le daba un fuerte toque de identidad nacional.
Otros estereotipos de nacionalidades eran el español José Luis (¡vaya nombre más apropiado!), el coreano Sun (especialista en rudas artes marciales), el árabe saudita Tuffic Memet (que entraba tirando arena en los ojos), el alemán Otto (gordo, con pantalones cortos, tirantes y monóculo) y, por supuesto, el vasco Gipuzkoa (vapuleado hasta que se quitaba la camisa y aparecía la enjundia).
También estaban los personajes pintorescos como Pepino, el payaso, y su auxilio oportuno Súper Pibe (que siempre acababan echándole el dos contra uno al rival, a pedido del público); el extraterrestre Yolanka, que a veces ganaba con su pistola de rayos paralizadores; STP, un corredor de fórmula uno que siempre entraba con todo y vehículo hasta el ring; el Cavernario, que no podía tener un aspecto más salvaje; y los hippies Jimmy y Hear, con todo y chicas.
¿Y los titancitos?
Pues bien: estando en parvularia (la preparatoria), en cierto acto público colegial se nos ocurrió presentarnos como los Titanes en el Ring. Estábamos muy ilusionados y, en nuestras mentes de infantes, todo iba a salir como en el programa. Los disfraces eran bastante aproximados, pero en general se entendía quién era quién. Sin embargo, ya por iniciar nuestra presentación, yo estaba algo preocupado porque nadie nos había dado el libreto, es decir, quién luchaba contra quién. A la hora de anunciarnos, nos pusieron a todos en batalla campal sobre un par de colchonetas. En ese momento emergió el talento actoral e improvisador de la manada de chiquillos y comenzamos un zafarrancho sin orden ni concierto, que acabó con varios golpes no demasiado graves y el compañero que hacía de La Momia con las “vendas” de papel hechas trizas y, a decir verdad, bastante expuesto y muy molesto.
Es decir... ¡tuvimos éxito!
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