martes, 18 de marzo de 2014

La etiqueta comunista

En El Salvador, el anticomunismo produjo mucha más muerte, dolor y sufrimiento que el comunismo.

Sin pretender una exhaustiva demostración histórica (que se derivaría de una apropiada investigación), baste señalar que el informe de la Comisión de la Verdad, creada en el contexto de los Acuerdos de Paz de la guerra civil salvadoreña en 1992, estimó que aproximadamente el 85% de las violaciones a los Derechos Humanos de personas civiles durante el conflicto fueron responsabilidad del ejército salvadoreño, que combatió a la guerrilla en nombre del anticomunismo y la “doctrina de la seguridad nacional”, apoyado por el gobierno de los Estados Unidos de América en el contexto de la Guerra Fría.

El citado informe no da cuenta del cúmulo de las torturas, violaciones, desapariciones forzadas, ejecuciones sumarias y persecución generalizada contra la oposición política desatada por la extrema derecha antes de 1980. El estilo de los gobiernos dictatoriales del periodo 1931-1979, fiel reflejo de sus patrocinadores del sector económicamente más poderoso e ideológicamente intolerante, fue tildar de “comunista” a toda oposición real o supuesta, así fuera por la sola presunción o sospecha.

Así, de “ser comunista” se acusó a religiosos/as cristianos, políticos/as socialdemócratas, campesinos/as pobres que reclamaban sus derechos constitucionales, sindicalistas, defensores de los Derechos Humanos, artistas, etc., y eso en aquellos tiempos equivalía prácticamente a una sentencia de muerte. Esto llevó a la escalada represiva antes aludida, tanto por parte de los organismos estatales llamados “cuerpos de seguridad”, como de grupos paramilitares asesinos.

La denuncia de estos vejámenes llevó a Monseñor Romero a pronunciar estas palabras:

Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles… Hermanos: son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos… y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice ‘no matar’. (…) En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico… les ruego… les ordeno en nombre de Dios, ¡cesen la represión!”

El partido político Alianza Republicana Nacionalista, fundado en 1981 por un funcionario de los regímenes militares anteriores, enarboló la bandera anticomunista desde su mismo origen, bajo el lema de “¡Patria sí, comunismo no!” y con un himno que aún clama: “El Salvador será la tumba donde los rojos terminarán”.

Los “rojos” son los comunistas, pero en esta obsesión el ejército salvadoreño y sus patrocinadores cometieron crímenes de lesa humanidad, como la masacre de El Mozote y el asesinato de los jesuitas de la UCA. Ni ellos ni la inmensa mayoría de las miles de víctimas civiles durante la década de la guerra eran comunistas, pero aún si lo hubieran sido eso no justificaría a los perpetradores de tales homicidios.

Muchas personas, por afanes ideológicos, ante esta verdad histórica responden que la amenaza del comunismo fue real y aún hoy está vigente. Dicen que antes se actuó "defendiendo a la patria" y llaman la atención sobre el daño causado por la guerrilla.

Sobre esto, cabe puntualizar lo siguiente: cierto es que uno de los cinco grupos rebeldes que integró la guerrilla del FMLN fue el Partido Comunista; también es verdad que las Fuerzas Populares de Liberación “Farabundo Martí”, el grupo armado más fuerte, se nutrió ideológicamente de los escritos de Marx y Lenin, tomando como el ejemplo y utopía la revolución cubana. Tampoco se puede negar que muchos/as combatientes y simpatizantes de izquierda hicieron del marxismo una profesión de fe y aún la mantienen.

Sin embargo, pese a dicha raíz ideológica (que no es la única ni quizá la principal), el FMLN actual no llegó al gobierno en 2009 ni la ha revalidado electoralmente en 2014 agitando la bandera del comunismo, sino sobre la base de la Constitución Política salvadoreña, cuyo sistema de gobierno es republicano, democrático y representativo, incompatible con el esquema de partido único oficial.

Lo anterior significa, ni más ni menos, que en El Salvador se puede ser comunista pero no se puede instaurar el comunismo.

Muchos dirán, con razón y fundamento, que el comunismo produjo graves males en otros países del mundo y que la guerra civil salvadoreña no fue una batalla caricaturesca de “buenos” contra “malos”, pues también es demostrable que la insurgencia armada causó daño y cometió crímenes (“nadie sale de una guerra con las manos limpias”).

De acuerdo, pero en lo que a nosotros respecta y al ponerlo todo en la balanza, quedamos en lo dicho al principio: en El Salvador, el anticomunismo produjo mucha más muerte, dolor y sufrimiento que el comunismo.

Así pues, sea muy prudente al usar dicha etiqueta.