jueves, 26 de noviembre de 2015

Del mal

El ser humano tiende naturalmente al mal, cualquiera sea su condición.

No importa raza, estátus social, opción política, credo religioso, orientación sexual: si se le deja a sus anchas, el mal germinará y se convertirá en hechos concretos, llamados delitos.

El ser humano siempre lo supo y se horrorizó, por eso creó frenos (moral y ley) a veces con aspecto religioso, a veces laicos o racionales.

Un ciudadano o ciudadana cualquiera que decide comportarse correctamente puede que crea hacerlo por un intangible impulso de bondad intrínseca, pero de fondo hay una ecuación consciente o inconsciente, cuya resolución incluye variables simples: las consecuencias negativas en caso de ser descubierto, perseguido y sancionado por ello.

Sea por intuición o por frío cálculo, quien comete un acto ilícito cree, intuye o sabe que no será castigado.

Quien además pertenece a una institución que ha tenido por norma histórica proteger a sus miembros (como los partidos políticos, élites económicas, iglesias de toda denominación, fuerzas armadas, etc.), se sentirá aún más seguro de proceder según sus instintos básicos.

Si fallan los organismos encargados de hacer cumplir la ley, no habrá o no se atenderá la denuncia, el castigo será inexistente, la impunidad será la norma y campeará el delito.

La diferencia entre civilización y barbarie no está, entonces, en la naturaleza de las personas, sino en la capacidad de las instituciones sociales (familia, escuela, iglesia, estado) para que sus miembros internalicen ciertas normas morales que mantengan a raya sus impulsos destructivos, lo cual solo se logra si se establece una correlación visible entre crimen y castigo.