Yo, como todas las personas de mi generación (y las anteriores por milenios), crecí en una cultura homofóbica y la interioricé como algo natural, sin siquiera conocer ese término y su significado.
Cuando supe que había hombres que se vestían y comportaban de maneras consideradas femeninas, al mismo tiempo aprendí que lo más natural del mundo era burlarse de ellos. Escuché por la radio canciones (¡Ay, mariposa!) y, en tertulias, chistes centrados en las costumbres de esos seres afeminados. Hogar, amigos y escuela coincidieron en ese enfoque.
Recuerdo que el primer homosexual al que vi, a una prudente distancia de diez metros, fue un personaje marginal de la ciudad, completamente drogado y con aspecto grotesco en el parque San Martín de Santa Tecla, lo cual fortaleció los prejuicios heredados sobre esa gente de la mala vida. Ahora que lo pienso, para entonces había visto ya a muchísimos hombres heterosexuales completamente drogados y con aspecto grotesco deambulando por esa misma ciudad, pero nunca se me ocurrió la idea absurda de creer que todos los demás varones eran así como ellos.
En aquella infancia donde uno absorbe irreflexivamente lo que dicen los mayores, llegó a mis oídos la primera historia de lesbianas, contada en familia con voces alarmadas, porque en el colegio donde iba una de mis hermanas había una compañera de quien se decía era marimacha y todas temían su acoso violento (aunque las anécdotas que circulaban nunca pasaron de algunas palabras y gestos demasiado afectuosos para quienes allí estudiaban).
En aquella misma época también me enteré de que había hombres homosexuales que no eran afeminados, como un sastre abstemio y solitario que hacía camisas y pantalones para el vecindario, pero eso no provocó ningún cambio en la percepción de rechazo que ya estaba instalada.
Así pues, en mis primeros quince años de vida mi opinión sobre la homosexualidad se mantuvo conforme a lo establecido y esperado: homofobia sin debate conceptual, en forma de repulsión y burla; con su contraparte de macho porque, en esas edades de afirmación de la hombría, el mayor temor para todo varón era que los compañeros de colegio lo consideraran culero, a tal punto de verse obligado a hacer cosas para probar que no lo era: desde liarse a golpes a la salida del colegio hasta ir con una prostituta en cuanto fuera posible, pasando por embriagarse al solo tener la ocasión.
Hasta allí, todo normal.
Pero en el bachillerato hubo alguien que no encajaba con la expectativa: un reconocido profesor con claro amaneramiento y de quien absolutamente todos los jóvenes estudiantes decíamos era homosexual, y no obstante muy respetado por las autoridades de ese colegio. Nadie nunca pudo confirmar si la acusación era verdadera, pero todos la dimos por cierta, tanto así que -en uno de esos pocos momentos en que no hacíamos guasa de sus gestos- discutimos sobre “cómo era posible” que los curas que dirigían ese centro de estudios lo tuvieran allí trabajando, “siendo así como era”. Yo no encontré explicación, aunque algunos compañeros mantenían la tesis del pragmatismo institucional, dada la cantidad de actividades colegiales ad honorem que el profesor organizaba con gran dedicación y eficiencia.
¿Pero cómo era él, a fin de cuentas?
Curiosamente, los mismos que hacíamos las burlas (persistentes aún ahora en las reuniones anuales de promoción) somos unánimes en reconocer las excelentes habilidades docentes del tipo en cuestión, su especial devoción por inculcar la escucha de la música clásica, su desbordado entusiasmo por organizar al estudiantado en apoyo al equipo de baloncesto colegial, y por supuesto sus infaltables e ingeniosas frases célebres (entre serias y cómicas). Tanto fue su aporte educativo que un edificio de esa institución lleva su nombre, tras su repentino fallecimiento hace varios lustros.
Ya en edad universitaria, las sacudidas contra esa mi habitual compañera, la homofobia, fueron mayores.
La primera y más determinante vino de la clase de psicología, donde se nos explicó el tema desde un punto de vista estrictamente profesional, con suficiente sustento académico para entender que la homosexualidad está determinada por factores propios de cada persona y ajenos a su voluntad, es decir, que cada quien es como es. También aprendí sobre los mitos y realidades del tema, y eso me liberó de mucha ignorancia.
La segunda fue la personalidad de un eminente catedrático, también ya fallecido, cuya presunta orientación sexual siempre se comentó en corrillos. El pensamiento construido y expresado por ese hombre, tanto en el aula como en diversas publicaciones, es del más elevado humanismo, siendo sus aportes de lo más valioso que pueda encontrarse en la maltratada cultura nacional.
En mi alma máter también tuve ocasión de leer El lobo, el bosque y el hombre nuevo, libro de Senel Paz, y ver su adaptación al cine bajo el sugerente título de Fresa y chocolate, filme dirigido por Tomás Gutiérrez Alea. Hay allí una escena en que el joven revolucionario David le dice a Diego, el protagonista homosexual, que entiende su situación, la cual se debe a traumas sufridos en la infancia. Diego se carcajea cortésmente y le pregunta de dónde ha sacado esa idea tan descabellada. Eso me cuestionó fuertemente, porque a pesar de todo, yo aún sustentaba esa misma idea.
Y así, entre la década de los noventas y la primera del milenio, el antídoto contra la homofobia me fue llegando a cuentagotas, investigando el tema en fuentes académicas confiables y además examinando con afinada comprensión ciertas obras literarias, teatrales y cinematográficas que plantean el tema con bastante profundidad.
Adicionalmente a lo anterior, en mi ámbito laboral ocasionalmente fui sabiendo de personas gais y lesbianas, muchas de ellas que lo declararon abiertamente con posterioridad, así como transexuales. Al día de hoy, a ninguna de ellas la recuerdo como gente perversa, malvada o con declarados antivalores. En ningún caso vi que para ellos o ellas esa fuera una opción a elegir dentro de un menú a la carta, tampoco una moda como muchos dicen, sino una orientación sexual que descubrieron en cierto momento de sus vidas. Los hubo creyentes, algunos aún esperando aceptación por parte de su religión, así como gente agnóstica y también ateos. En más de algún caso conocí también a sus familias y no las vi particularmente disfuncionales, a menos que tuvieran serios problemas en aceptar la naturaleza de su hijo o hija.
Todo lo anterior no los convierte ni en santos ni en demonios, tan solo son personas con sus luces y sombras, como cualquiera de nosotros.
Eso no es todo lo que tengo que decir al respecto del tema, pero hasta aquí voy a llegar con esta retrospección.
No por parecer progre voy a fingir que me agrada ver ciertas demostraciones de amor homosexual, como tampoco me gusta el sushi ni la ópera, pero eso jamás me autoriza a negar el derecho de otras personas a las que sí; y tampoco me impide a reconocer y condenar la sinrazón de quienes les vilipendian, persiguen o incluso asesinan.
Quizá aún haya resabios homofóbicos en mi visión de mundo, tal vez porque la cura contra esa enfermedad me fue provista por la inteligencia lógica, mientras que los prejuicios culturalmente adquiridos son irracionales y además muy resistentes. Sé que hay personas que llegan a la aceptación de la diversidad por otros medios, como la empatía o el principio universal de no discriminación, sin tanto laberinto conceptual, y eso me alegra.
Pero cualquiera sea el camino, lo importante es la disposición a limpiar la conciencia de tanta incomprensión, ignorancia e intolerancia.
* Este artículo fue publicado originalmente en la Revista Factum y puede leerse allí este enlace.