Tras 32 años de elecciones técnicamente libres, 7 presidentes constitucionales, un acuerdo de paz (desaprovechado para refundar la nación), 20 años de Arena y 7 del FMLN, es cada vez más extendida la sensación que la así llamada “clase política” salvadoreña no ha respondido a las expectativas de la población y, por el contrario, su principal propósito ha sido aprovecharse del poder para beneficios propios.
La victoria electoral de Mauricio Funes en 2009, bajo la bandera del FMLN, representó la esperanza del cambio luego de cuatro gobiernos de derecha (tres neoliberales y un populista), pero muy poco tardó el soberbio bachiller en desencantar expectativas, dejando al país más endeudado, sin levantar indicadores económicos y casi oficialmente sometido al dictado de grupos criminales organizados (vía nefasta “tregua”).
Pese a ello y por escaso margen, la población todavía le endosó un periodo más al partido “de izquierda”, con el excomandante guerrillero Sánchez Cerén al frente, en parte porque aún se resistía a renunciar a la esperanza y en parte porque el candidato adversario, Norman Quijano, representaba el retorno a un pasado todavía anterior a los Acuerdos de Paz.
No obstante los esfuerzos del actual gobierno por revertir el desastre en materia de seguridad pública que Funes dejó como legado, cada vez es más notoria la ineficiencia estatal para lidiar con temas económicos, políticos y fiscales; y sus funcionarios (tanto en el ejecutivo como en el legislativo) se han acomodado a las viejas prácticas de succión de recursos públicos para favorecerse, amparándose en la tradición, en la complicidad de las instituciones y en la aparente legalidad de las mismas.
Así pues, cada día crece la convicción de que Arena y FMLN son tan solo dos variantes del mismo fiasco (como los liberales y conservadores del universo garcíamarqueano, quienes solo se diferenciaban por la hora en la que iban a misa). Y los demás partidos (GANA, PCN y PDC) si acaso compiten en ineptitud y cinismo, aunque inexplicablemente siguen allí consumiendo recursos.
Así, a la par de esa progresiva decepción, aparecen preguntas cuya respuesta quizá sea demasiado dura:
¿Es posible una tercera vía política?
¿Puede haber en El Salvador un liderazgo con el suficiente recurso humano (y económico, que es esencial) como para posicionarse como alternativa real a los desgastados partidos tradicionales?
¿Tendría este hipotético movimiento ciudadano la fuerza suficiente para soportar los embates del statu quo, que lo atacaría a dos bandas al sentirse amenazado?
¿Podría esta tercera fuerza articular un ideario progresista coherente, viable y convincente para solucionar los grandes problemas del país?
¿Lograría esta tercera fuerza conectar con amplios sectores de una población poco educada y, en cambio, malacostumbrada al maniqueísmo, la descalificación, el insulto y el fanatismo como formas de hacer política?