Además del fallecimiento de un ser querido, existen otro tipo de pérdidas que generan un proceso de duelo, ciertas muertes simbólicas que arrancan de nuestras vidas a personas con quienes compartimos afecto, confianza, amistad y experiencias.
Hoy quiero hablar de una de esas pérdidas, que necesito desahogar y superar.
Diré que fue un amigo, aunque este término me lo discuten personas cercanas. El concepto de amistad al que estamos acostumbrados en la cultura latinoamericana quizá explique este debate, porque entre varones es muy común la agresión constante como muestra de afecto. De ahí se pasa a la ridiculización e incluso el sabotaje, sin que lo percibas necesariamente como deslealtad, aunque como dicen Les Luthiers en su Iniciación a las artes marciales: “Si aquel que dice ser tu mejor amigo te clava un puñal en la espalda… ¡debes desconfiar de su amistad!”
Y pese a todo, fue mi amigo.
La etapa en que más cercanos estuvimos fue alrededor de 2007, cuando acepté de buen grado ayudar en un proceso de renovación anímica que tenía objetivos muy claros. Fue difícil y a punto estuvimos de irnos a los golpes a causa de ciertos temas demasiado enquistados, pero pese a todo vi avances significativos. O eso creí, pues lo que en un momento pareció bien encaminado, fue tan efímero como unos cuantos meses.
De aquel tiempo no me quedó la sensación de total fracaso, sino la actitud de consolidar los avances logrados, pero (ahora lo sé) él no lo vio así.
Casi un lustro después, él se buscó un percance que nos sacudió fuertemente. Creo que allí es donde comenzó mi proceso de duelo: la negación. Nunca supe ni quise conocer los detalles específicos, pero la reacción general fue “no puede ser, debió tratarse de un malentendido”… y así lo asumimos.
A partir de entonces, nos vimos muy poco y nuestras conversaciones virtuales fueron disminuyendo.
Uno de los últimos episodios optimistas que recuerdo fue una segunda oportunidad que la vida le dio para borrar el perjuicio sufrido y redimirse… Y nos alegramos… Y se veía tan bien… Y parecía que lo estaba logrando. Pero las apariencias, las apariencias…
En ese tiempo, algo debió pasar en su ánimo que lo llevó a sumergirse en zonas demasiado oscuras… o quizá estaba allí desde antes, sin que me hubiera dado cuenta.
Hasta que hace muy, muy poco… supimos que se metió en un lío muy, muy serio. No conozco todos los detalles, porque la ley impone reserva; sin embargo, uno escucha rumores e historias que configurar un panorama desolador.
Así pues, no más negación: la pérdida es real.
Entonces, es cuando el enojo te invade. Te sientes engañado y en cierto modo traicionado. Descubres que conociste sólo una parte de esa persona, un ángulo mostrado a conveniencia. Luego recuerdas episodios aislados, atas cabos y te sientes como el lector de novela policiaca que se da cuenta del valor de las pistas solo hasta el final, cuando el narrador revela el enigma. Y como no puedes expresar frente al sujeto tu indignación (porque ya lo has perdido), buscas formas indirectas de descargarla, aunque sea comentando con personas cercanas que también saben del caso.
Luego, con la cólera aún instalada, caes en la cuenta de que en este proceso la fase de negociación es inexistente, como buscar o imaginar que se pueda revertir el daño mediante subterfugios, pactos imaginarios o esperanzas infundadas. En la situación actual, incluso si no se agravara más, el tipo está hundido.
Al momento de escribir estas líneas, todavía estoy en depresión.
Si es cierta la teoría de la estupidez, elaborada por Carlo María Cipolla, entonces aquel amigo fue un malvado, que dañó a otras personas para beneficiarse; pero ahora está en condición de estúpido, pues a fin de cuentas en tal destructivo afán también se perjudicó gravemente a sí mismo.
Todos llevamos a un Hyde dentro, pero es nuestra decisión tomar o no la pócima que lo libera.
Releo un texto de aquella época, 2007, y me remueve fuertes sentimientos. En ese entonces, se iniciaba un proceso prometedor y sentí que sí se iba a poder. Hoy veo que no y esa certeza me cae como hachazo en ayunas. Pareciera que ganó el mal y eso me entristece muchísimo.
Sé que no debo dejar sepultar mi ánimo. Un fracaso, una derrota, un dolor, aunque irremediable, no puede acabar con la esperanza que impulsa nuestros mejores esfuerzos cada día.
Así pues, espero que pronto venga la fase de aceptación… pues la vida continúa.