En una céntrica esquina de Santa Tecla (rodeada del caos citadino que forman los vendedores ambulantes conjugados con los comercios de electrodomésticos, cada quien y cual con su lesivo altoparlante), hay una panadería que yo recuerdo desde los tiempos de mi infancia, incendio intermedio incluido. A su primigenia función de producir pan dulce para venta al mayoreo y menudeo ha añadido los servicios de cafetería y pastelería, pero aquella primeramente establecida es la razón por la que siempre pasa atestada de gente.
Como siempre han funcionado así y les ha ido bien, no han visto la necesidad de organizar el despacho de pedidos por turno de llegada (por medio de un numerito obtenido en un dispensador electrónico, por ejemplo), aunque seguramente el intento resultaría tan vano como pretender que un grupo de niños silvestres haga fila para recoger los dulces que caen de una piñata en plena destrucción.
Las dependientas, que son numerosas, hacen lo posible por realizar su trabajo con celeridad, pero la demanda es tan agobiante que sería excesivo pedirles que reconocieran quién llegó primero y quién llegó después de entre el puñado de ocho o diez clientes por cabeza que suplican a gritos su atención detrás del mostrador. Por eso, la práctica y las mañas son necesarias para no pasar media hora esperando.
He aquí algunas tácticas útiles:
a) Elija a una dependienta que ya esté atendiendo a otro cliente y colóquese en su zona próxima (descarte a las que están en el mostrador comenzando a atender y a las que ya finalizan el despacho: las primeras porque tardarán más; las segundas, porque seguramente ya tienen comprometido el próximo turno).
b) Hágase un huequito para acercarse lentamente al mostrador, sin empujar pero sin ceder.
c) Establezca contacto visual con la dependienta cuando ésta ha recibido del cliente actual el pago, ha ido a la caja y está regresando con el cambio y el tiquete de caja.
d) En cuanto ella haya entregado el vuelto al cliente atendido, dígale con voz clara y audible: “me da cuatro pastelitos de piña, por favor” (evítense fórmulas protocolarias y fáticas como “señorita, dispense, ¿me puede atender?”). Si no funciona la primera vez, ella responderá con un “permítame, que la voy a atender a ella antes”, pero el trato ya está hecho.
e) Muy importante: deseche la cortesía tradicional de ceder su turno a las señoras, así sean de la tercera edad, pues si no... ¡nunca será atendido! (ya que buena parte de la clientela está formada, precisamente, por viejitas canosas).
Y, no obstante, aun dominando las anteriores artimañas... ¡el tiempo de espera bien puede ser de quince minutos en las horas de mayor tráfico!
Visto lo visto, sólo resta decir un par de cosas: la primera, que sí hay otras panaderías en la ciudad, mucho más despejadas pero también mucho más caras y no tan buenas como ésta; la segunda, que no se alegre si Ud. llega casualmente y ve el local más o menos vacío, sin el puño de gente comprando, pues eso sólo significa... ¡que todo el pan rico ya se acabó!
miércoles, 26 de diciembre de 2007
viernes, 21 de diciembre de 2007
Como si un querido amigo hubiera muerto
En la segunda mitad de la década de mil novecientos setenta, escuché por primera vez la música de Waldo de los Ríos. Fue Gustavo Granadino, director del grupo musical del colegio en el que estudiaba, quien me lo presentó. Andaba yo fascinado con un arreglo “pop” del “Ave María” de Schubert, no recuerdo de quién, y él, en contraparte, me dejó escuchar un disco del mencionado músico, del cual grabé algunos cortes (uno de ellos, original del célebre director, con el correr del tiempo llegó a hacérseme tan querido que dio un nombre a mi hija: Ximena). Ya después en 1982, motivado por el conocimiento de un par de piezas básicas en la clase de estética, compré un “long play” de vinilo titulado “Sinfonías”, el cual aún conservo. De allí a coleccionar casi todas las adaptaciones de grandes clásicos del célebre director de origen argentino, fue sólo cuestión de tiempo.
El toque distintivo y meritorio de Waldo de los Ríos fue acercar el mundo de los clásicos a la cultura popular, desde la exitosa versión de la “Oda a la Alegría” de Beethoven, arreglada por él para una orquesta sinfónica aderezada con instrumentos cercanos al oído de la gente (guitarra, bajo eléctrico, batería), hasta otras piezas más sublimes aunque menos conocidas, como el resumen del primer movimiento del concierto para piano y orquesta número dos, de Sergei Rachmaninoff y la pieza vocal “Voi che sapete” de “Las bodas de Fígaro”, de Mozart.
Hace algunos años busqué en internet la biografía de Waldo de los Ríos, sin éxito alguno. Hoy repetí la búsqueda, pero el resultado me impresionó tanto como si un querido amigo hubiera muerto. Waldo de los Ríos se suicidó en 1977, luego de una aguda depresión y en circunstancias inquietantes (ver aquí la nota periodística de “El país”, España).
¿Qué pesadumbre lo habrá llevado a tal terrible decisión? Yo sólo puedo enmudecer y seguir valorando, como algo de lo más preciado para mí, esa puerta que él abrió para que tantos de nosotros entrásemos al excelso mundo de la música clásica por la vía de sus atrevidos arreglos.
El toque distintivo y meritorio de Waldo de los Ríos fue acercar el mundo de los clásicos a la cultura popular, desde la exitosa versión de la “Oda a la Alegría” de Beethoven, arreglada por él para una orquesta sinfónica aderezada con instrumentos cercanos al oído de la gente (guitarra, bajo eléctrico, batería), hasta otras piezas más sublimes aunque menos conocidas, como el resumen del primer movimiento del concierto para piano y orquesta número dos, de Sergei Rachmaninoff y la pieza vocal “Voi che sapete” de “Las bodas de Fígaro”, de Mozart.
Hace algunos años busqué en internet la biografía de Waldo de los Ríos, sin éxito alguno. Hoy repetí la búsqueda, pero el resultado me impresionó tanto como si un querido amigo hubiera muerto. Waldo de los Ríos se suicidó en 1977, luego de una aguda depresión y en circunstancias inquietantes (ver aquí la nota periodística de “El país”, España).
¿Qué pesadumbre lo habrá llevado a tal terrible decisión? Yo sólo puedo enmudecer y seguir valorando, como algo de lo más preciado para mí, esa puerta que él abrió para que tantos de nosotros entrásemos al excelso mundo de la música clásica por la vía de sus atrevidos arreglos.
miércoles, 19 de diciembre de 2007
Una respuesta natural
Ayer, conversaba vía “chat” con una personita en quien mi afecto docente ha hallado reciprocidad en el suyo de alumna, además de haber allí una función de consejería que, atendida o no, todos esperamos que acabe siendo para su mejoría y bien. En el transcurso de la plática de las cosas cotidianas, se produjo una situación que podría calificar como insólita si no fuera porque de ella siempre se pueden esperar cosas así.
A propósito del préstamo de una película, “The descent”, le pregunté si ya la había visto junto con su madre, puesto que ambas tenían expectativas de comprobar el nivel de susto provocado por dicho filme. Su respuesta natural fue la siguiente:
- Aún no: ¡mi madre ha procrastinado todo!
¿Qué cara puse ante yo? Multi-gestual, sin duda. Un par de golpes de cabeza contra el escritorio y, luego, a buscar en el diccionario y otras fuentes enciclopédicas para superar el golpe conceptual.
Transcurridas más de doce horas del incidente y sin haber intercambiado más mensajes, todavía no sé si lo que esta pulguita quinceañera quiso decir fue:
a) Que el hecho de ver la película se ha ido difiriendo o aplazando por razones diversas y fortuitas.
b) Que la constante posposición del evento esconde significados más enigmáticos y sugiere algún tipo de temor o sensación de desagrado, generalmente inconsciente (sobre esta acepción, aquí hay un artículo ilustrativo).
En verdad, temo preguntarle más al respecto. ¡Ella es capaz de salirme con una tercera, insospechada y extensa explicación!
A propósito del préstamo de una película, “The descent”, le pregunté si ya la había visto junto con su madre, puesto que ambas tenían expectativas de comprobar el nivel de susto provocado por dicho filme. Su respuesta natural fue la siguiente:
- Aún no: ¡mi madre ha procrastinado todo!
¿Qué cara puse ante yo? Multi-gestual, sin duda. Un par de golpes de cabeza contra el escritorio y, luego, a buscar en el diccionario y otras fuentes enciclopédicas para superar el golpe conceptual.
Transcurridas más de doce horas del incidente y sin haber intercambiado más mensajes, todavía no sé si lo que esta pulguita quinceañera quiso decir fue:
a) Que el hecho de ver la película se ha ido difiriendo o aplazando por razones diversas y fortuitas.
b) Que la constante posposición del evento esconde significados más enigmáticos y sugiere algún tipo de temor o sensación de desagrado, generalmente inconsciente (sobre esta acepción, aquí hay un artículo ilustrativo).
En verdad, temo preguntarle más al respecto. ¡Ella es capaz de salirme con una tercera, insospechada y extensa explicación!
domingo, 9 de diciembre de 2007
¡Ya me imagino!
En general, los salvadoreños carecemos de estudios serios sobre nuestros más polémicos personajes históricos: tal es el caso del dictador Maximiliano Hernández Martínez, quien gobernó a la República de El Salvador durante el período 1931-1944. Movido por la curiosidad al respecto, fui a la sección de colecciones especiales de la biblioteca “P. Florentino Idoate, S.I.” de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA). Allí encontré un libro titulado “El general Martínez, un patriarcal presidente dictador”. Su autor es Alberto Peña Kampy, quien al parecer fue su cercano colaborador, desde su puesto como locutor oficial y posteriormente director de YSS Radio Nacional.
La edición es de formato humilde, pues el volumen fue impreso en 1972 en papel de empaque (similar al papel periódico) por la Editorial Tipográfica “Ramírez” del barrio “Santa Anita”, con un tiraje de apenas un mil ejemplares. A partir de estas señas, este libraco parece un genuino homenaje del autor hacia el General Martínez y no parte de una campaña propagandística financiada por entes económicamente poderosos. Desde la primera página se advierte que Peña Kampy guardaba una estima superlativa para con el General Martínez, casi a nivel de idolatría histórica, y tal es la perspectiva que domina el estilo de las doscientas siete páginas de que consta la obra. No se trata de un minucioso estudio biográfico, sino de “vívidos relatos históricos”, la mayoría de carácter testimonial, basados en la propia percepción y memoria del signatario, aunque afirma contar “con una extensa y auténtica documentación” que los respalda.
Como es sabido, el General Martínez enfrentó y reprimió el levantamiento campesino promovido por el Partido Comunista en 1932, un evento traumático en la vida nacional acerca del cual mucho se ha escrito a partir de las ideologías y fanatismos políticos. En esa línea, Peña Kampy no duda en afirmar que “sería largo enumerar las muchas fechorías y crímenes, que las hordas vandálicas comunistas en pocos días causaron a los pacíficos e indefensos habitantes en muchos y distintos lugares”. En contraparte, de la represión gubernamental prolongada e indiscriminada apenas reconoce que en el proceso de “persecución, barrido y limpieza (...) fueron eliminados algunos inocentes”. Acerca del número de muertos durante aquella masacre no hay datos confiables, pues mientras el gobierno de Martínez reconoció la “lamentable pero obligada liquidación de más o menos cinco mil subversivos comunistas”, hay quienes calculan el número de muertos en un rango que oscila entre los diez mil y treinta mil. Por cierto, la tortura contra prisioneros implicados en aquel alzamiento la describe elegantemente como “un enérgico interrogatorio”.
Atendiendo a los relatos del autor, el General Martínez fue un gran lector, esforzado estudiante, quien no fumaba ni bebía, vegetariano, disciplinado y poseedor de una perfecta salud, tanto así que nunca se supo que se hubiera enfermado. Aunque acepta que Martínez fue un dictador, insiste en el término “patriarcal” para describirlo. De su gobierno dice que en él no hubo “nada de tiranía, despotismo, ni hubo abuso de mando del bienintencionado Presidente, que gobernó con dignidad, carácter y energía durante varios años”. Lo interesante de esta opinión es que también así lo recuerdan muchísimas personas que vivieron en aquella época: un gobernante honrado que no endeudó al país con empréstitos, una época de orden y tranquilidad, sin hambre y con obras públicas de progreso.
Casi a modo de conclusión y en un arrebato emocional no menos osado que atrevido, Peña Kampy redacta en primera persona plural lo siguiente: “para terminar, sólo nos resta decir que según nuestra particular opinión y la de muchos, la figura que se encuentra en el Monumento a la Revolución (el “chulón incógnito”) debería ser sustituido por la figura de cuerpo entero del tan histórico personaje que en vida se llamó Maximiliano Hernández Martínez”.
¡La Providencia nos libre de tan notable ocurrencia!
La edición es de formato humilde, pues el volumen fue impreso en 1972 en papel de empaque (similar al papel periódico) por la Editorial Tipográfica “Ramírez” del barrio “Santa Anita”, con un tiraje de apenas un mil ejemplares. A partir de estas señas, este libraco parece un genuino homenaje del autor hacia el General Martínez y no parte de una campaña propagandística financiada por entes económicamente poderosos. Desde la primera página se advierte que Peña Kampy guardaba una estima superlativa para con el General Martínez, casi a nivel de idolatría histórica, y tal es la perspectiva que domina el estilo de las doscientas siete páginas de que consta la obra. No se trata de un minucioso estudio biográfico, sino de “vívidos relatos históricos”, la mayoría de carácter testimonial, basados en la propia percepción y memoria del signatario, aunque afirma contar “con una extensa y auténtica documentación” que los respalda.
Como es sabido, el General Martínez enfrentó y reprimió el levantamiento campesino promovido por el Partido Comunista en 1932, un evento traumático en la vida nacional acerca del cual mucho se ha escrito a partir de las ideologías y fanatismos políticos. En esa línea, Peña Kampy no duda en afirmar que “sería largo enumerar las muchas fechorías y crímenes, que las hordas vandálicas comunistas en pocos días causaron a los pacíficos e indefensos habitantes en muchos y distintos lugares”. En contraparte, de la represión gubernamental prolongada e indiscriminada apenas reconoce que en el proceso de “persecución, barrido y limpieza (...) fueron eliminados algunos inocentes”. Acerca del número de muertos durante aquella masacre no hay datos confiables, pues mientras el gobierno de Martínez reconoció la “lamentable pero obligada liquidación de más o menos cinco mil subversivos comunistas”, hay quienes calculan el número de muertos en un rango que oscila entre los diez mil y treinta mil. Por cierto, la tortura contra prisioneros implicados en aquel alzamiento la describe elegantemente como “un enérgico interrogatorio”.
Atendiendo a los relatos del autor, el General Martínez fue un gran lector, esforzado estudiante, quien no fumaba ni bebía, vegetariano, disciplinado y poseedor de una perfecta salud, tanto así que nunca se supo que se hubiera enfermado. Aunque acepta que Martínez fue un dictador, insiste en el término “patriarcal” para describirlo. De su gobierno dice que en él no hubo “nada de tiranía, despotismo, ni hubo abuso de mando del bienintencionado Presidente, que gobernó con dignidad, carácter y energía durante varios años”. Lo interesante de esta opinión es que también así lo recuerdan muchísimas personas que vivieron en aquella época: un gobernante honrado que no endeudó al país con empréstitos, una época de orden y tranquilidad, sin hambre y con obras públicas de progreso.
Casi a modo de conclusión y en un arrebato emocional no menos osado que atrevido, Peña Kampy redacta en primera persona plural lo siguiente: “para terminar, sólo nos resta decir que según nuestra particular opinión y la de muchos, la figura que se encuentra en el Monumento a la Revolución (el “chulón incógnito”) debería ser sustituido por la figura de cuerpo entero del tan histórico personaje que en vida se llamó Maximiliano Hernández Martínez”.
¡La Providencia nos libre de tan notable ocurrencia!
martes, 4 de diciembre de 2007
¿No más libros de papel?
A mediados de Noviembre, el fundador y presidente de Amazon.com, Jeff Bezos, lanzó al mercado el Kindle, un lector portátil de libros electrónicos que pretende marcar un “antes” y un “después” en la forma de concebir la lectura y escritura de libros, así como la relación entre lectores y autores. La revista “Newsweek” le dedicó la portada y un extenso e ilustrativo artículo sobre el tema.
Hasta hoy y por diversas razones, todos los intentos de “e-books” han fracasado en su tentativa de sustituir al libro de papel. Pero el Kindle ofrece notables ventajas comparativas: utiliza la tecnología "E ink" en su pantalla (moviendo a voluntad cada una de las ciento sesenta y siete gotas de tinta por pulgada lineal, dando la apariencia casi exacta de una hoja de papel impresa), pesa poco más de diez onzas (menos que algunas revistas y libros reales), su batería recargable le permite funcionar por treinta horas continuas (suficiente para leer un libro completo en sesiones diarias de una hora por todo un mes), y puede comprar y cargar un libro nuevo en cualquier momento y desde cualquier lugar (siempre está en línea vía “whispernet”, la misma tecnología inalámbrica de los teléfonos móviles).
¿Por qué este aparatito habría de correr distinta suerte a la de sus fallidos predecesores (incluyendo al Sony Reader, de características muy similares)? O mejor aún: ¿por qué estos no han logrado sustituir al viejo libro impreso?
En mi caso personal, tomo la siguiente respuesta como válida: porque el libro de papel es tan sólo el medio para transportarnos al mundo imaginario creado por el lector y, como tal, debe permanecer ajeno a la percepción consciente.
Para mí -que no soy un fetichista de la textura del papel, el olor de la goma o la composición de la tinta- la única forma en que puedo leer a gusto es cuando logro pensar en las ideas del autor en contraste con las mías, y no en el objeto físico que las contiene. Pero no puedo hacerlo si tengo en mis manos un objeto caro, demasiado bonito y seductor, el cual distrae mi atención y "me pide" a cada momento utilizar esta o aquella función novedosa que interrumpa el flujo de palabras, oraciones y mundos. No puedo hacerlo si, habiéndomelo llevado a la cama, temo dormirme mientras leo y, en acto reflejo, lanzar el lector electrónico por los aires, convirtiendo en astillas esos cuatro cientos de dólares. ¡No puedo hacerlo si sé que con ese mismo aparatito no espantar a una mosca ni golpear sobre el piso para ahuyentar a una cucaracha que ronde mi espacio de lectura!
Ignoro si algún día compraré un Kindle o alguno de sus descendientes: para ello, tendrían que bajar de precio y, sobre todo, ofertar una respetable colección de libros en español, disponibles en el ciberespacio local. Pero dicho esto y no obstante todo lo anterior... el gusanillo de la curiosidad ya comienza aquí dentro a roer resistencias y a palpitar la tentación del juguete nuevo: ¡que me pican los dedos por hacer la prueba y leer un libro en el mentado aparatito!
Hasta hoy y por diversas razones, todos los intentos de “e-books” han fracasado en su tentativa de sustituir al libro de papel. Pero el Kindle ofrece notables ventajas comparativas: utiliza la tecnología "E ink" en su pantalla (moviendo a voluntad cada una de las ciento sesenta y siete gotas de tinta por pulgada lineal, dando la apariencia casi exacta de una hoja de papel impresa), pesa poco más de diez onzas (menos que algunas revistas y libros reales), su batería recargable le permite funcionar por treinta horas continuas (suficiente para leer un libro completo en sesiones diarias de una hora por todo un mes), y puede comprar y cargar un libro nuevo en cualquier momento y desde cualquier lugar (siempre está en línea vía “whispernet”, la misma tecnología inalámbrica de los teléfonos móviles).
¿Por qué este aparatito habría de correr distinta suerte a la de sus fallidos predecesores (incluyendo al Sony Reader, de características muy similares)? O mejor aún: ¿por qué estos no han logrado sustituir al viejo libro impreso?
En mi caso personal, tomo la siguiente respuesta como válida: porque el libro de papel es tan sólo el medio para transportarnos al mundo imaginario creado por el lector y, como tal, debe permanecer ajeno a la percepción consciente.
Para mí -que no soy un fetichista de la textura del papel, el olor de la goma o la composición de la tinta- la única forma en que puedo leer a gusto es cuando logro pensar en las ideas del autor en contraste con las mías, y no en el objeto físico que las contiene. Pero no puedo hacerlo si tengo en mis manos un objeto caro, demasiado bonito y seductor, el cual distrae mi atención y "me pide" a cada momento utilizar esta o aquella función novedosa que interrumpa el flujo de palabras, oraciones y mundos. No puedo hacerlo si, habiéndomelo llevado a la cama, temo dormirme mientras leo y, en acto reflejo, lanzar el lector electrónico por los aires, convirtiendo en astillas esos cuatro cientos de dólares. ¡No puedo hacerlo si sé que con ese mismo aparatito no espantar a una mosca ni golpear sobre el piso para ahuyentar a una cucaracha que ronde mi espacio de lectura!
Ignoro si algún día compraré un Kindle o alguno de sus descendientes: para ello, tendrían que bajar de precio y, sobre todo, ofertar una respetable colección de libros en español, disponibles en el ciberespacio local. Pero dicho esto y no obstante todo lo anterior... el gusanillo de la curiosidad ya comienza aquí dentro a roer resistencias y a palpitar la tentación del juguete nuevo: ¡que me pican los dedos por hacer la prueba y leer un libro en el mentado aparatito!
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