Admito que la biblioteca personal de una relevante figura cultural puede considerarse con toda justicia su fuente espiritual y, sin duda, la base sobre la que edificó su saber. De allí que sea razonable mirar con interés tal colección de libros y estimarlos en su real valía.
Desde tal perspectiva, no parece descabellado que, tras el fallecimiento una destacada autoridad intelectual, los libros que a ella pertenecieron se eleven a la categoría de bien cultural que, como tal, debe preservarse y ponerse a disposición de quienes tienen hambre y sed de sabiduría.
Sin embargo, aceptar todo lo anterior sin más -por irreflexivo principio de autoridad, injustificado endiosamiento y sobre todo carencia de criterios- deriva en nefastas consecuencias.
Más allá del debate sobre los méritos de tal o cual persona (que en algunos casos sería perfectamente discutible), muchas veces ocurre que sus herederos/as sencillamente no hallan qué hacer con aquel supuesto manantial de cultura y, en lugar de tirarlos a la basura o hacer una hoguera onomástica, se les ocurre la feliz idea de donarlos a una biblioteca.
El mal viene cuando se los acepta sin someterlos a un cuidadoso proceso de selección.
Que un libro haya ocupado los estantes de éste o aquélla no significa necesariamente que Dios mismo lo haya insuflado con su aliento. Para merecer conservarse, deberá haber en él algo especial, bien sea por su origen, sus anotaciones, su edición, su dedicatoria, su escasez u otra condición singular desde algún punto de vista justificado.
Sin ese necesario filtro, la biblioteca aceptante corre el riesgo de reducirse a un receptáculo acrítico, cuya función final equivale a un eufemismo de basurero.
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