Tras una publicación polémica y una conversación privada la semana anterior, es triste ver cómo y cuánto pululan algunas ofertas religiosas primitivas, absurdas, indignas, irracionales y francamente lesivas para la humanidad de las personas, presentadas por varias iglesias de una y otra filiación.
La publicación aludida apareció en la sección de consejos para mujeres de uno de los periódicos de mayor circulación. En esencia, lo que plantea es la sumisión de la mujer en el matrimonio, al estilo literal de Colosenses 3, 18 (“Esposas, sométanse a sus maridos como conviene entre cristianos”) llevando el mandato hasta el lecho, lugar en que ella debe siempre estar accesible, aunque no esté anímicamente dispuesta. Tras la andanada de críticas, el periódico publicó una nota aclaratoria, manifestando que dicha postura era solo la opinión de la fuente consultada, una psicóloga y pastora que, según su propio testimonio, prometió servirle al Señor por el resto de su vida si sus empleados y sus familiares quedaban a salvo en el terremoto de 1986.
Contra tan torcida percepción de lo divino, basta observar que dichos métodos de reclutamiento distan mucho de la imagen de un Dios bondadoso y, por el contrario, recuerdan más a ciertos personajes y organizaciones proclives al mal. Y contra tan retrógrada percepción de la mujer como un sub-ser en función del hombre, ya han argumentado bastante las propias implicadas y si todavía hay quienes aceptan y defienden tales conceptos, será por necedad y fanatismo, contra lo cual no hay argumento posible.
Sin embargo, por paradójico que parezca, en el fondo de esta oscura prédica hay un elemento potencialmente positivo: la legitimidad del pleno disfrute sexual de la pareja cuando coinciden las voluntades de ambos contrayentes, cosa que ni aún así se acepta en otros discursos. Esto me lleva a mirar hacia la acera de enfrente y traer a cuenta la conversación que tuve con alguien que asistió a cierto evento de iniciación.
De lo que me enteré por su medio confirmó lo que ya sabía de primera mano por referencias de otras personas directamente involucradas, tanto como por investigación y lectura de los documentos oficiales en que se basan. Se trata de una persistente línea de corte ascético medieval que considera a la carne como enemiga esencial, de donde se deriva una visión enfermiza de la sexualidad humana, ofreciendo una lista de tozudas prohibiciones, faltas imaginarias y prejuicios basados en la ignorancia. Voces entusiastas e incluso autorizadas predican ajenas a cualquier visión sensata de una moral basada en la razón y en función de la humanidad. El sexo se ve como esencialmente perverso, tan solo practicable con fines de procreación. En los periódicos nacionales de mayor circulación hay columnistas especializados/as que cargan una o dos veces por semana contra las y los impíos, definidos como tales no por su falta de compromiso ciudadano, su insolidaridad o su hipocresía, sino tan solo por sus opciones y prácticas sexuales. Lo más lamentable es que, al confrontar el asidero doctrinario se comprueba su ortodoxia, tanto como sus niveles de intolerancia y resistencia al cambio evolutivo. Discutir con esta gente no se puede, pues no tienen “oídos para oír” y ante el embate de cualquier argumento racional, solo pueden citar -muy a su conveniencia y desde la tradicional antinomia entre fe y razón- la fuente de sus creencias, con lo que se cae en un filosófico círculo vicioso.
Con semejantes opciones y alternativas, es bien difícil rebatir las críticas y sacudir las apatías de quienes viven fuera de los rebaños sagrados, que no necesariamente son gente inmoral pero que -en determinados casos, con sano apoyo espiritual y una estrategia mucho más inteligente- podrían haber tomado decisiones mucho más edificantes. En este sentido, me pregunto por qué pasan casi desapercibidas otras experiencias de crecimiento espiritual como el Discernimiento, criterio éste que bien puede servir incluso a personas razonablemente alejadas de las religiones y sectas dogmáticas, aunque no por ello de Dios.
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