La templanza es una virtud que no poseemos en la Guanaxia Irredenta. Del latín temperantia, esta característica se refiere a la “moderación de los apetitos y el uso excesivo de los sentidos, sujetándolos a la razón”, teniendo también la acepción de “sobriedad” y “continencia”.
Y aquí lo que campea es lo contrario, es decir, la intemperancia.
Fíjese usted cómo manejamos nuestros vehículos automotores, desde los más burdos motoristas de buses y microbuses hasta los cavernícolas que le echan el camión al carril de a la par, pasando por cafres tras el volante de todo tipo de todoterrenos, sedanes y compactos. Es la cultura del acelerón y el frenazo, más las pitadas de “la vieja” y otros insultos por doquier.
Mire nada más cómo nos mesamos los cabellos y comemos las uñas apasionadamente frente a las pantallas de los televisores meridianos, cuando toca un partido de esos equipos españoles a los que les debemos la vida, no obstante que somos insignificantes para ellos. Otras cosas más peligrosas ocurren cuando se juntan las barras bravas del FAS y del Alianza, que hasta la cancha invadieron para penquear a sus propios jugadores.
La religión, en contra de lo que se podría esperar, no ha contribuido a sosegar ciertos impulsos elementales, sino todo lo contrario. Escuche, si su sentido del oído no colapsa antes, a cuanta iglesia o culto evangélico hay instalado en toda zona residencial posible y dese cuenta del desborde de gritos de poseso que dan los predicadores, que transmiten imágenes perniciosas de dioses celosos, crueles y vengativos. Y no digamos ya los músicos que acompañan estas prácticas, con sus alaridos desafinados a todo volumen para que les oigan dos cuadras a la redonda. Pero varias de las iglesias tradicionales e históricas no les van muy a la zaga, con grupos y sectas de fanáticos/as que se olvidan hasta de su familia, evadidos en éxtasis místicos subjetivos que muchas veces no se trasladan a la acción solidaria real. Porque -no lo olvidemos- el exceso de religión también puede llegar a ser nocivo.
De las bebidas alcohólicas y la adicción enfermiza a la comida chatarra, mejor ni hablemos.
En el plano político, ya ni se diga. El intercambio de insultos -poco creativos, además- es siempre la primera opción frente a los adversarios. La repetición mecánica e irreflexiva de viejas consignas es a menudo el único pilar de donde asirse. No vemos virtudes en los rivales ni defectos en los ídolos o idolitos que creamos para luego elevarlos a importantes cargos. Y lo peor es que, cuando nos escupen en la cara, hasta les agradecemos, poseídos por una devoción malsana hacia los colores partidarios.
Así pues, vamos entre amores ciegos y odios primitivos, buscando quién desde afuera de nosotros mismos nos arregle la vida entregando nuestras mejores y peores pulsiones sin medida ni moderación.
Y así, ¿cuándo saldremos del hoyo?