Monseñor Romero ya es beato de la Iglesia Católica, lo que representa un reconocimiento institucional a su vida y obra. Él es un santo que trasciende los límites del catolicismo, pero ¿sabemos quién fue realmente Monseñor Romero y cuál la importancia de su palabra? ¿No estaremos distorsionando, edulcorando o manipulando su figura para hacerla compatible con nuestras necesidades ideológicas? ¿A cuál versión de Romero nos acogemos?
A mi modo de ver, hay tres aserciones históricas imprescindibles, implicadas necesariamente en cualquier manifestación de veneración a Monseñor Romero, sea desde el punto de vista creyente o en un sentido laico humanista más amplio. Sin ese conocimiento, sin tales certezas, el Romero al que decimos admirar será otro quizá imaginado y cómodo, pero sin sentido, jamás real.
Veámoslas.
- Denunció la represión de la derecha oligárquica
Monseñor Romero fue “la voz de los sin voz” porque, desde su postura de liderazgo como pastor, denunció la criminal represión del ejército, los cuerpos de seguridad estatales (policía, guardia y la de hacienda) y los nefastos escuadrones paramilitares (UGB, Brigada Maximiliano Hernández Martínez, etc.) contra los opositores o sospechosos de ser opositores políticos del régimen militar de la época, al servicio de la derecha oligárquica.
Esta represión incluyó amedrentamientos, atentados, cárcel, torturas y asesinatos sistemáticos contra obreros y campesinos organizados en sindicatos y comunidades, pero también contra sacerdotes y monjas a quienes se acusaba de comunistas. De igual modo, hubo víctimas que nada tenían que ver con las organizaciones de izquierda.
Prestar oídos a los centenares de denuncias, ofrecerles apoyo a través del Socorro Jurídico del Arzobispado y denunciar públicamente estos atropellos en sus homilías dominicales fueron acciones valientes de un hombre sensible y justo que, a pesar de las constantes amenazas, mantuvo hasta el final de sus días.
Pretender honrar a Monseñor Romero mientras se niegan, distorsionan o soslayan las graves circunstancias en que le tocó ejercer su labor pastoral es una contradicción insostenible, tanto como seguir enarbolando el ideario que instigó y celebró su asesinato.
- Se mantuvo a distancia de la violencia insurgente
Sí, señoras y señores: Monseñor Romero también condenó los actos de violencia de la naciente guerrilla, si bien supo distinguir entre la violencia de agresión y la violencia en defensa propia. Pero no, mis estimados y estimadas: Monseñor Romero jamás anduvo agitando a las masas para que se insurreccionaran violentamente.
Esa canción popular de la izquierda que dice ♫ “Monseñor, tu verdad / nos hace marchar / a la victoria final” ♫ es uno de tantos usos políticos de su figura, una pancarta para fines particulares. No nos engañemos: la “victoria final” es un concepto político-militar que siempre enarboló la guerrilla.
Otra cosa muy distinta es que él animara a la gente a recuperar su dignidad y exigir sus derechos. ¿Y si la valentía en la denuncia hecha por Óscar Arnulfo Romero, así como su magnicidio, inspiró o convenció a muchas personas de que la única opción posible era la lucha armada...? Sí, puede ser, pero esas son decisiones personales que cada quien toma a partir de sus circunstancias concretas. En ninguna homilía, carta pastoral, diario, prédica ni emisión radiofónica van a encontrar fundamento para las acusaciones (o reivindicaciones) de “agitador de masas” o “revolucionario” que le endilgan unos y otros.
- Fue fiel al cristianismo posconciliar
Disculpe si usted cree que la doctrina cristiana, específicamente católica, ha sido y sigue siendo única, universal e inmutable. Lamento decepcionarle: no es así. Una mínima investigación histórica le revelará que en diversos contextos la Iglesia Católica ha asumido roles diversos e incluso contradictorios.
Antes del Concilio Vaticano II, la Iglesia era aliada del poder y, en El Salvador específicamente, de la oligarquía agroexportadora. Su papel consistía en legitimar el status quo, bendiciendo el sufrimiento como garantía de que en la otra vida los pobres serán los primeros. La pobreza y todos los males humanos en este valle de lágrimas eran voluntad de Dios, rebelarse contra la autoridad terrenal terrenal era también rebelarse contra lo que Dios mismo había instaurado.
Religiosos contemporáneos de Romero formados en esa línea anacrónica -y que, a diferencia de Óscar Arnulfo, fueron incapaces de abrir su inteligencia y sensibilidad a los signos de los tiempos- se le opusieron fuertemente.
Después del Concilio Vaticano II y las conferencias episcopales de Medellín y Puebla, el giro fue radical. Si hay pobreza no es porque Dios así lo quiera, sino por el pecado social cometido por el ser humano al organizar la sociedad en beneficio de unos pocos. La dignidad humana no puede ser sólo espiritual ni ultraterrenal, sino también material, lo cual pasa por tener condiciones dignas de existencia. Esto obliga a revisar las estructuras sociales injustas y a transformarlas en beneficio de las mayorías excluidas.
Esta prédica no es, pues, una desviación de la Doctrina Social de la Iglesia, sino su pura y llana aplicación en una realidad concreta. Es cierto que la Teología de la Liberación (que ni es lo mismo ni es igual) fue bastante más allá y asustó a la propia jerarquía eclesiástica, llevando a su condena, pero si Monseñor Romero actuó como actuó no fue por “liberacionista”, sino porque supo escuchar el clamor de los oprimidos.
Con su beatificación, la Iglesia Católica reconoce la fidelidad doctrinaria de Romero a esa línea eclesial, pero también de sacerdotes como el jesuita Rutilio Grande y otros muchos asesinados en aquella época, bajo la acusación de ser comunistas. No se puede venerar a Romero como excepción o desviación de esta línea doctrinaria esencialmente cristiana.