Esta semana se conoció la noticia que Monseñor Óscar Arnulfo Romero fue declarado mártir de la Iglesia Católica por el papa Francisco I. Desde la perspectiva eclesial, esto significa que su asesinato en 1980 fue “por odio a la fe”. También implica que puede ser declarado beato sin necesidad de atribuirle milagros.
Sin embargo, Monseñor Romero ya es un santo, si tomamos este adjetivo en esta acepción: persona “de especial virtud y ejemplo”, pues la dimensión de su figura y su palabra trasciende los límites del catolicismo.
El maestro Francisco Andrés Escobar, en su discurso de aceptación del Premio Nacional de Cultura 1995, nos lo explica de esta manera:
Los grandes santos de la historia -entendida la santidad no como un decreto canónico, sino como una tensión real del espíritu, la acción y la palabra hacia la encarnación, en la vida y en el mundo, del bien, la verdad, la libertad y la justicia- empeñaron sus fuerzas y hasta sus sangres, en ocasiones derramadas por el martirio, en hacer que los ojos humanos pudieran verse entre ellos con los fulgores del amor que todo sana y salva, lejos de los velos oscuros de la indiferencia, el rencor o el odio, que todo enferman y matan.
Y más adelante añade:
Santos, porque la ilusión de una vida en común más digna y más alta guió sus horas; porque la tarea de labrar para el bien, la verdad, la libertad y la justicia un lugar preferencial en el entramado de la historia dio sentido a sus mayores acciones cotidianas; porque en la obsesión sublime de hermanar a los unos con los otros para heredar a los que vienen un mundo más justo y más noble, entregaron lo mejor de sus luces interiores y trasegaron los pálpitos de su sangre.
La veneración por Monseñor Romero es cosa que va mucho más allá de religiones, decretos y altares, llegando al más puro y elevado humanismo. Si este amado pastor llegase a ser beato o santo, qué bien, pues ese título representaría el reconocimiento y asunción institucional de su valiente mensaje evangélico en uno de los contextos más demenciales de la historia. Pero para descubrir la riqueza de su palabra y entender la importancia de su mensaje lo que hace falta no es llamarse católico, sino tener la mente y el corazón orientados hacia la justicia.
Así nos lo ilustra don Paco en el citado discurso:
Él también quiso ordenar el desorden de la vida nacional y convertir a la misericordia los corazones más duros. Su propósito era detener otro deslave, mediante el recurso de hacer valer la razón moral por encima de la razón económica, de la razón política y de la razón militar. (…) Sonó peligrosamente extremista para los intereses de unos, y extremadamente peligroso para los propósitos de otros. Puesto en el fuego cruzado, su sentencia de muerte le advino por su encontronazo directo contra todo poder, en elección radical a favor de quienes poco o nada tienen.
Mientras su causa estuvo detenida por cautelas vaticanas de papados anteriores, se supo extraoficialmente que una condición -efectiva aunque no escrita- para su beatificación era que los salvadoreños/as hubiésemos madurado lo suficiente como para valorar y honrar su figura universal. Tristemente, al ver el tipo y tono de comentarios odiosos y revanchistas en el mundo real y virtual de hoy, el panorama es decepcionante. Además del veneno que aún circula en la gente que comparte y reproduce la mentalidad que propició su asesinato, están otros/as que dicen defenderlo pero pareciera que les interesa más vilipendiar a sus opositores políticos. Si por esto fuera, tendríamos que esperar siglos o la refundación nacional desde cero para merecernos un santo de estas dimensiones.
Ante esto, traigo a cuenta una última cita del notable discurso que nos sustenta, con la esperanza de que su propuesta vaya tomando visos de realidad en medio de tanta ofuscación. Dice así don Francisco Andrés (en alusión a quienes, como Monseñor Romero, intentaron desde su íntima convicción del bien, legarnos un mejor país por la vía de la transformación emancipadora):
Se trata entonces de salir a su encuentro, de mirarlos a los ojos, de saberlos hermanos, de saber que nos dan los medios y los modos para sabernos hermanos, y de poner a producir sus palabras -siempre actuales, siempre vivas y siempre válidas- en beneficio de una patria común necesitada de una transfiguración de su presente y su destino.
Así sea.