¿Se ha preguntado usted, en estos tiempos de respeto y reivindicaciones, qué chistes no ofensivos (políticamente correctos) puede alguien contar?
Piénselo bien y verá que está difícil.
Quite de su lista, para comenzar, los chistes machistas, falocéntricos y misóginos, aquellos que afectan o ridiculizan conductas atribuidas naturalmente a la mujer, que las dejan muy mal paradas o llevan implícito un “¡qué joden estas viejas!”.
En consecuencia, purgue aquellas historias sobre el suplicio de la vida matrimonial, así como infidelidades de todo tipo, anécdotas de burdel y prostíbulo, seducciones a cual más inverosímiles, acoso sexual y demás.
A continuación, fumigue de su repertorio estándar las burlas homofóbicas: cebarse con minorías tradicionalmente discriminadas por su orientación sexual no es edificante y además contribuye a los prejuicios (como imitar grotescamente el supuesto modo de hablar o caminar de personas afeminadas).
Usted, como contador o contadora de chistes que respete y se respete, tampoco puede hacer mofa de las precarias condiciones socioeconómicas de sectores vulnerables de la población, pues eso es clasismo. Olvídese del indio cholco y bruto, que además habla grencho. No apunte las baterías del humor cáustico hacia parte baja de la pirámide social, aunque eso prive al público de populares Cholys y Tenchis.
Y aunque aquí en la Guanaxia es extrañísimo ver a negros naturales de estos contornos olvidados de la Providencia, eso no le da derecho a volcar su arsenal de chascarrillos racistas y xenófobos, como los chistes de gallegos (el gentilicio, no el diputado) y afrentas a otras nacionalidades.
Tenga además consideración para con los débiles y enfermos mentales, así como quienes padecen algún tipo de discapacidad. No se burle, pues, de tontos, locos y tullidos, por más que se sepa un par de chistes de esos como para desternillarse de risa. Ni hablar de tartamudos y janiches.
Mucho cuidado también con las historias cómicas de niños y niñas ingenuos pero un poco brutos, que de repente eso vulnera de alguna forma varios tratados y declaraciones internacionales, aparte de infligir daño sicológico.
No caben tampoco los escarnios dirigidos a la apariencia física, ya sea por defectos evidentes (narices, por ejemplo), por salirse del estándar social de la belleza (chicas gorditas, hombres panzones, secos de alambre o enanos), por presunta falta de estética en su presentación personal (¿qué culpa tiene la gente de su propia fealdad?) o por semejanzas jayanas que motivan apodos épicos (v. gr.: “Aborto de Pollo” o “Testículo Peinado”).
Hechas las anteriores consideraciones, revise y piense qué queda en el repertorio. ¿Nada, acaso…?
“¡Los políticos!”, exclamará usted con entusiasmo.
Enhorabuena, sí, pero… ¿se acuerda de algún chiste o burla contra esa persistente plaga social que, al mismo tiempo, cumpla con las restricciones enunciadas? ¿Verdad que no es tan fácil? Eso impide decirle “culero” a este edil, “vieja puta” a esa funcionaria y “pendejo” a aquel diputado que no sabe ni leer y a duras penas escribe (pues no cabe burlarse de las limitaciones educativas que por su origen humilde ha de haber tenido, aparte que la estupidez no es ni delito ni pecado).
¿De qué hacer guasa, entonces?
Usted puede esforzarse por contar chistes respetuosos y asépticos, pero seguramente nadie les hallará gracia.
O bien, puede despacharse el repertorio usual, con éxito generalizado, aunque luego le acusen de lesionar la dignidad humana de estos y aquellas.
En serio, ¿no habrá alguna forma airosa de escabullirse de este aparente callejón conceptual sin salida?
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