Publicado en Diario El Salvador
En días recientes, se han publicado dos datos oficiales como muestra de la clara mejora de la seguridad ciudadana en El Salvador: la etiqueta Mil días sin homicidios (no continuos, pero sí acumulados desde el inicio de la gestión Bukele en 2019) y la confirmación de haber logrado la tasa anual más baja de homicidios en el continente, que fue de 1.90 por cada 100,000 habitantes en 2024 (menor que la cifra de 1.91 que reportó Canadá).
Ante estas evidencias, no han faltado las voces opositoras que de inmediato se lanzaron a desacreditar los números ni bien fueron publicados, basándose en diferencias de criterio sobre cómo contabilizar las muertes violentas, cruzando fuentes y esgrimiendo argumentos supuestamente técnicos, otras veces falaces e incluso hasta sin sentido. En este contexto, resultan llamativas las actitudes públicas de algunos que navegan con bandera de expertos en el tema, así como de ciertos académicos desarraigados de la realidad cotidiana.
Uno de ellos, periodista que por más de una década se ha presentado como conocedor de la subcultura pandilleril, dijo que las cifras antes mencionadas son un “constructo publicitario propagandístico” del gobierno. Más de un opinador ha llegado a afirmar que el recuento presentado no incluye “los homicidios comunes y los feminicidios” —afirmación que es falsa, pues el reporte diario que publica la Policía Nacional Civil da cuenta de los homicidios tanto de víctimas masculinas como femeninas, independientemente de quiénes sean sus victimarios o de su clasificación jurídica posterior. Incluso ha habido quien, en su paroxismo antigobierno, ha pedido incluir en la cuenta de asesinatos a personas detenidas que fallecieron por enfermedades graves preexistentes, así como a supuestos “sepultados clandestinamente” —replicando, en este último caso, afirmaciones difundidas previamente por fuentes de dudosa credibilidad, sin ningún criterio de validación objetiva ni evidencia.
Declaraciones como las antes mencionadas no parecen propias de un afán de exactitud estadística, sino de una consigna por opacar logros a como dé lugar, lo cual se infiere no solo del tiempo que dedican a esta tarea en sus intervenciones en programas propios y ajenos, artículos de opinión y otros espacios mediáticos, sino también por su tono y lenguaje corporal, todo lo cual delata una actitud de franca molestia ante la drástica reversión de la violencia delincuencial que costó más de 106,000 vidas desde la firma de la supuesta paz en 1992.
La discusión fundamental no es si a la fecha del 30 de agosto se habían alcanzado 1,000 días limpios o si en ese momento iban 995, tampoco si la tasa es de 1.90 o de 1.93 sobre 100,000 habitantes. Lo verdaderamente importante es la existencia real y efectividad del Plan Control Territorial, que ha devuelto a la población la libertad de vivir, trabajar y movilizarse sin estar bajo el permanente acoso criminal de las pandillas. Lo central, aquí y ahora, es la constatación estadística, testimonial y vivencial de que los esfuerzos cotidianos de la gente por salir adelante ya no son bloqueados por intimidaciones, extorsiones, reclutamientos delincuenciales, desplazamientos forzados, violaciones y homicidios de las pandillas, que fueron la norma durante las tres décadas de terror en que el país se vio sumergido.
En la tarea de reducir la violencia, está claro que aún hay mucho trabajo por hacer. Este desafío nacional requiere trabajar en conjunto, desde todas las instancias públicas y privadas, para bajar hasta donde se pueda —y ojalá erradicar— los hechos violentos que aún ocurren, producto de la falta de gestión de las propias emociones y una cultura de intolerancia milenaria. La clave está en entender los avances logrados como motivación y prueba palpable de que cuando se quiere, se puede.