Desde la asunción de Nayib Bukele como Presidente de la República en 2019, la oposición salvadoreña le colgó el cartel de “dictador”, incluso cuando los partidos tradicionales aún controlaban la Asamblea Legislativa, el Órgano Judicial, el Tribunal Supremo Electoral, la Fiscalía, la Corte de Cuentas y otras instituciones estatales.
Luego, cuando la población le otorgó la mayoría legislativa calificada al partido Nuevas Ideas en las elecciones de 2021, el coro opositor nacional e internacional se lanzó con desenfreno a vender la idea de “la dictadura” que se instauraba en el país, porque ya controlaba los tres órganos del Estado —pero sin enfatizar que fue la gente en las urnas delegó ese poder. Este relato se lo compraron, por un tiempo, varios gobiernos europeos y, especialmente, el Departamento de Estado de la administración Biden, quienes durante algún tiempo siguieron ese guion.
Ahora, luego de que la ciudadanía reeligiera al presidente Bukele con el 85 % de los votos en 2024 y, al mismo tiempo, redujera la cuota opositora a solo 3 diputados de 60 en la Asamblea, el clamor de las voces opositoras contra “el régimen” ha arreciado con notable desesperación, aunque —vistas las encuestas y expresiones ciudadanas— ese relato pareciera no encontrar eco en la inmensa mayoría de población salvadoreña.
En este contexto, no es difícil sostener la tesis que en El Salvador lo que hay ahora es un conjunto de voces opositoras dispersas y sin amalgama, que luchan contra una dictadura imaginaria; porque si hay algo que la gente aquí ha sabido, desde hace más de un siglo, es a reconocer dictaduras, y el veredicto popular es, en la actualidad y para este gobierno, absolutorio.
La evidencia es clara. Las dictaduras reales —como las que padecimos hace 50 años o las que existen hoy en Cuba, Nicaragua y Venezuela— cometen escandalosos fraudes electorales, cierran violentamente todos los espacios de expresión disidente, reprimen criminalmente manifestaciones de protesta, torturan sistemáticamente y realizan ejecuciones extrajudiciales, todo con el fin de mantenerse en el poder por la fuerza. Ninguno de esos indicadores existe en El Salvador, por más que la red de propaganda nacional (liderada por El Faro y Cristosal) e internacional (encabezada por Amnistía Internacional, Human Right Watch y sus medios afines, como El País y Deutsche Welle), traten de implantarlos a través de manipulación de datos y falsa generalización de supuestos casos.
Ahora bien: la estrategia o plan general es etiquetar al gobierno de Nayib Bukele como “dictadura”, mientras que las tácticas son los medios concretos que utilizan para abonar a tal propósito. Una de ellas es la victimización. A falta de represión real, inventarla. O mejor aún: representarla performativamente.
En esa línea, ha habido casos en que ciertos protestantes han buscado filmar, presentar y viralizar escenas de “brutal represión”, pero ante la falta de estas, se tiraron en el piso, fingiendo haber sido agredidos o, en otras ocasiones, tan solo obtuvieron jaloneos, presentando a la camisa (rota por ellos mismos) como sufrida víctima. Sus casos de referencia favoritos son los de personas que están procesadas por delitos bastante menos nobles que la disidencia —tales como enriquecimiento ilícito, estafas, fraude electoral y negociar con grupos terroristas— a quienes gustan llamar “perseguidos políticos” y, últimamente, “defensores de derechos humanos”. Por supuesto, también están los periodistas y oenegés activistas, financiados desde el exterior, que para no cumplir la Ley de Agentes Extranjeros trasladan sus oficinas a otro país, con fines de evasión fiscal, pero lo presentan como “prueba” de cierre de espacios de expresión. En todo esto, no faltan quienes se creen su mismo discurso de miedo, retirándose de la vida pública con un terror tan genuino como autoinducido por sus propios círculos, cámaras de eco basadas en nada. Hay también un pequeño sector que podría denominarse “oposición de cristal”, que se quiebran y huyen despavoridos en cuanto les aparecen reacciones adversas de la población en sus redes sociales (así sea un emoticono de payaso) contra sus publicaciones de escritorio, desarraigadas de la realidad.
El problema para ellos es que dichas ficciones solo las creen y les dan publicidad su mismo grupo de autovalidación; pues ante la opinión pública general, no pasan de ser actuaciones sin credibilidad. De fondo, está la diferencia evidente entre las dictaduras reales y una dictadura imaginaria que han elaborado para justificar su modus vivendi, es decir, el financiamiento internacional de sus activismos.
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