Hay un sector opositor, presumiblemente ilustrado, que de un tiempo hacia acá ha venido reclamando una victoria imaginaria a futuro (para dentro de uno, dos, tres o quién sabe cuántos lustros), ese momento soñado en que “la dictadura” de Bukele caiga. Para entonces, han prometido tomar venganza contra todos los que, de una u otra forma, “colaboran con el régimen”; pero mientras su soñado momento llega, han comenzado desde ya su labor de amenazas para exponerlos públicamente, “no olvidar” sus nombres y sentenciarlos a que “la historia los condenará”.
Ese es el tema: la historia.
La historia no es solo un conjunto de nombres y fechas, eso pertenece más a la historiografía. La historia es, sobre todo, una interpretación de los hechos, los procesos previos que los produjeron y las consecuencias que tuvieron. Dado que en esta hay intereses e ideologías que usualmente se contraponen, la historia no es una sino varias, dependiendo de quién la cuente y cuál relato prevalezca.
El delirio opositor cree que la historia de El Salvador, a partir de 2019, la contarán sujetos periodísticos pro pandillas y sus consumidores, académicos desarraigados de las vivencias cotidianas de la población, activistas de la amargura o esa red internacional de oenegés y medios progres con agenda anti Bukele, sea financiada o espontánea. Lo están intentando, sí, pero su relato no está calando en la inmensa mayoría de salvadoreños, quienes experimentan los beneficios de una política de seguridad que, aun con sus imperfecciones, logró desmantelar las estructuras de crimen organizado que sometieron al país por décadas, basadas en el sometimiento físico y psicológico del terror organizado.
Esta gente —unos desde raíces izquierdistas setenteras desfasadas, otros desde burbujas clasistas, otros por inmadurez política y otros, porque la bilis les manda— está consciente de que no pueden contra la decisión popular vigente y, entonces, desplazan sus esperanzas hacia un futuro incorpóreo, indefinido e indeterminado, en el cual se les cumpla lo que en realidad desean: el fracaso del actual proyecto de país. Y entonces, dicen, “la historia sepultará a quienes colaboraron con la dictadura”.
Sin duda, cualquiera que tenga boca o redes sociales puede aparecer prediciendo el futuro, dándose aires de superioridad moral. En los setenta, la izquierda internacional cantaba en rimas de trova: “La historia lleva su carro y a muchos nos montará, por encima pasará de aquel que quiera negarlo”. Pero lo que cuenta son las realidades, que en el presente son mucho más poderosas que las ficciones grandiosas de esa oposición vociferante, pero sin mayor incidencia en el rumbo que lleva el país, como no sea intentar sabotearlo.
Suele decirse que “el tiempo pone a cada quién en su sitio”. Si eso fuera así, la mayor pesadilla a futuro, para ese coro disonante de opositores obcecados, será que esta parte de la historia que nos ha tocado vivir sea recordada como un punto de inflexión irreversible, que condujo a El Salvador hacia el desarrollo social y económico que le fue negado por siglos.
A esta fecha, la realidad documentada es que la ciudadanía cree, con fundadas razones, que este renacer será posible. Como se trata de opciones, también se respeta el derecho de quienes han decidido cerrar permanentemente el espacio a la esperanza, ejerciendo su derecho de vivir en constante amargura y expresándola con regularidad, como catarsis irremediable. Lo que resulta inaceptable de estos últimos es que, con tal de “tener razón”, se dediquen a torpedear con falacias y manipulaciones el esfuerzo de reconstrucción nacional, arrastrando en su remolino tóxico a quienes puedan y lo permitan. Esa es una clara amenaza ideológica y, en ella, lo que está en juego no es solamente el presente.
En todo caso, la prevalencia de una u otra versión de la historia no es una batalla que se pueda dar por ganada de antemano, por más aplastante que sea el apoyo popular que un líder tenga o por más que golpeen la mesa quienes buscan revertir sus logros. Esa lucha también cuenta para construir el futuro.
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