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La cabina quedaba en un edificio del centro histórico de San Salvador: a la vuelta del Diario "Latino", despuecito de ANTEL, la parada de bus luego del Parque Cuscatlán. Desde allí no había una espléndida vista: apenas la fachada descolorida de otro edificio similar por enfrente, más el tráfico matutino en crecimiento y, apenas al fondo, el volcán entre brumas. En alguna ocasión incluso hice el turno completo y hasta recibí el visto bueno de la directora de la radio, cuyo nombre nunca supe. Allí también comprobé que los locutores, incluso los más humildes y desconocidos, sí padecen el acoso telefónico de las radioyentes, quienes son capaces de llegar hasta la mismísima cabina si se les permite, quién sabe con qué propósitos.
Aquella juvenil aventura por las ondas hertzianas terminó por dos razones: la primera, porque se cumplió en mí la advertencia de Johnny, quien me previno sobre lo difícil que es perseverar en un trabajo así, pasada la novedad de las primeras semanas (es decir, me aburrí); la segunda, porque cuando me presenté al curso de acreditación y carnetización de locutores que daba el Ministerio del Interior como requisito de ley, descubrí que el requisito era tener... 21 años de edad, cosa que no sucedería sino hasta tres años más tarde, cuando ya mis intereses primordiales eran otros.
1 comentario:
Qué brillante locutor nos negó la legislación criolla.
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