Hace poco vi "The conversation" (1974), película de Francis Ford Coppola, un buen thriller de un espía espiado y con remordimientos de conciencia. También, como ya mencioné en entradas anteriores, estuve sumergido en ese monstruo social que es "1984", de George Orwell, en donde en cada casa hay telepantallas que no se pueden apagar, cuya característica más útil al Estado es que, además de verse, te ven.
En décadas anteriores, todos en nuestro país temíamos por las escuchas telefónicas, micrófonos infiltrados y, especialmente, los nefastos "orejas", informantes de todo tipo y calaña. Ahora, en cambio, creemos sinceramente que nadie está interesado en hurgar secreta y malignamente en nuestras opiniones puesto que, por vivir en democracia formal, asumimos que podemos tenerlas y expresarlas libremente.
Pero... ¿y si nos ponemos un poco paranoicos?
¿Qué tan difícil sería colocar dispositivos electrónicos que te vean y escuchen dentro de tu propia casa, más si la mayoría de ellos los has introducido tú, por tu propia e inconsciente mano? Precisamente, la primera victoria de ese enemigo virtual sería hacerte creer que él no está interesado en vigilarte.
Desde mi computadora me apunta un micrófono. ¿Cómo sé que no lleva mis sonidos hasta otros confines?. Los teléfonos fijos y celulares tienen otros tantos. ¿Se apagan realmente cuando yo lo ordeno? ¿Cómo sé que la webcam sólo está efectivamente desactivada cuando yo lo quiero así? Me parece raro que haya tantos sitios en donde uno pueda tener gratis su correo electrónico. ¿Cómo sé que no existen ya las telepantallas que te miran sin tú saberlo?
Sin embargo, a fin de cuentas, quizá todas estas posibilidades no sirvan más que para desecharlas: creer en ellas sería tanto o más perjudicial para la salud mental que su misma existencia.
martes, 13 de marzo de 2007
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