A propósito de la siguiente anécdota, concluyo que desde pequeño tenía cierto afán por asegurarme de que las cosas salieran bien, y para eso ya sabemos que sólo hay una manera.
Tendría yo unos seis o siete años cuando escribí una especial carta de petición de regalos a Santa Claus, en la cual pedía no sé si un robot de pilas con diseño bastante personalizado o algo difícil de conseguir en un almacén estándar, pero posible en mi imaginación. El procedimiento usual para hacer llegar la carta era tan sencillo como dársela a mi abnegada madre. Hasta allí, todo normal. Pero un día, deambulando por su escritorio, accidentalmente descubrí la crucial carta reposando aún en una de las gavetas. Asumiendo que mi progenitora había olvidado el trámite y temiendo que por ello la misiva no llegara a tiempo, me dirigí yo mismo a la oficina de correos, con el sobre para correo aéreo debidamente rotulado.
El empleado que me atendió puso cara sonriente (tipo "¡ah, la inocencia infantil!") y me recibió el sobre. Satisfecho, regresé a casa (y, ahora que me pongo a pensar en ello, no creo haber pagado el importe de ningún sello postal). Cuál fue mi sorpresa y molestia cuando, días después... ¡volví a encontrar el mismísimo sobre en el escritorio materno! En aquel justo momento, no me puse a pensar sobre cómo había llegado allí de regreso, sino que mi único propósito fue regresar a la oficina postal y volver a mandar la carta, esta vez asegurándome de que cayera en el buzón respectivo, previas instrucciones explícitas al respecto. Ante mis reclamos, creo recordar que el empleado de correos, sin perder su sonrisa de "¡ah, qué niño!", me dijo al recibir el sobre algo así:
- Mire, jovencito: cuando llegue a su casa... ¡hable con su mamá, para que le explique!