El gran mérito de “Malacrianza” (2014), escrita y dirigida por Arturo Menéndez, es contar cinematográficamente una historia arraigada en la cotidianidad popular de las ciudades salvadoreñas contemporáneas, a partir del personaje Don Cleo y su historia de sencillos anhelos, miedos y luchas que zarcean entre la esperanza y el abandono.
En su contexto cinematográfico, el drama es creíble y la narración sabe mantener el interés por el desenlace, aún cuando este se sugiere desde el mismo título y puede haber más de un spoiler de por medio en la reseña de cartelera.
Sin demérito de lo anterior, es en la parte técnica donde se notan las carencias del medio, falta de oficio revelada en alguna toma gran angular sin corrección de imagen lateral (un fallo incluso si hubiese sido intencional), cierto maquillaje para teatro que a corta distancia se detecta falso, el abuso de tomas con cámara sin trípode (lo cual marea al espectador frente a la pantalla de la sala de cine), ruido ambiental o eco casi bloqueando algunas conversaciones, etc. Son yerros menores, quizá hasta comprensibles, pero hacen las veces de esa vocecita que a cada instante le recuerda al público: “¡hey, es cine salvadoreño, no lo olviden!”
Dicho lo anterior, y como consecuencia de ello, es importante caer en la cuenta de la imposibilidad de verla sin considerar que es una película made in El Salvador, con toda la carga de connotaciones que ello implica, porque no existe ese espectador salvadoreño o salvadoreña que pueda sustraerse del contexto y expectativas socioculturales locales, tampoco así de sus conocimientos previos como para visionar el filme en abstracto sin el filtro de la nacionalidad que condiciona su percepción.
Así, la película se ve con un criterio distinto al estándar usual porque se sabe producida en condiciones cinematográficas adversas. El resultado es bueno, sí, aunque en términos relativos, ya que la recepción está necesariamente condicionada por la viñeta del arte nacional y sus poquísimos antecedentes de cine, mayoritariamente fallidos (que no es el caso).
La acotación anterior viene al caso también como réplica a la invitación que Paolo Lüers hiciera en su columna (sí, el vilipendiado alemán metido a crítico de cine), en donde llamaba a verla no por apoyar al arte nacional, sino porque era buena. Más bien hay que verla porque es arte nacional que, como tal, está muy bueno.
Ya fuera de consideraciones racionales, como quiera que sea, este largometraje de 70 minutos de duración gusta, toca fibras y mueve sensibilidades.
Yo le aplaudo.