En 2010, la Asamblea Legislativa emitió un decreto que obligaba a la lectura diaria de la Biblia en las instituciones de educación pública, justificando la medida como una forma de inculcar valores morales y frenar la desbordada violencia que abate al país.
A muchos sorprendió que la propia Iglesia Católica se manifestara en contra de la medida. Finalmente, el decreto recibió el veto presidencial, alegando inconstitucionalidad, y la sentencia 3-2008 de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia (dada el 22 de mayo de 2013, sobre un tema relacionado) así lo confirma, afirmando entre otras cosas que “el Estado no puede adoptar políticas o desarrollar acciones cuyo impacto primordial real sea promover, beneficiar o perjudicar a una religión o iglesia en particular”.
Pese a lo anterior, los partidarios de la medida volvieron a la carga, abanderando una nueva propuesta para forzar la lectura bíblica en las aulas durante diez minutos diarios, “sin entrar en ningún comentario religioso, sectario, ni denominacional”. La selección de pasajes bíblicos recaería en el Ministerio de Educación, asesorado por una comisión consultiva intereclesial.
Lo que no entienden estos legisladores y quienes los apoyan, aparte de la inconstitucionalidad básica ya señalada, es que su ocurrencia es inconveniente, por al menos un buen par de razones.
La primera dificultad es que los textos sin contexto generalmente conducen a error.
Muy a pesar de lo que mucha gente cree, la Biblia no fue escrita por Dios, sino por personas que, como tales, vivían en una situación histórica y cultural específica. Esos textos, considerados sagrados por los creyentes, tienen una fuerte carga de supuestos, estigmas y prejuicios propios de culturas lejanas y distintas en el tiempo y en el espacio, aunque su intención fuera transmitir una experiencia de lo divino como ellos lo entendían.
La consecuencia directa e inevitable de esta realidad es que la Biblia no se puede leer ni entender literalmente. Ella precisa de interpretación o exégesis, la cual generalmente es institucional y proviene de las jerarquías de las diferentes iglesias, las cuales le dan un sentido particular y no pocas veces contradictorio entre ellas o incluso al interior de las mismas.
¿Cómo entender hoy el mandato de sumisión de las mujeres en el matrimonio (1 Pedro, 3)? ¿Tienen validez los anatemas contra la orientación sexual de las personas (Levítico 20, 13), a la luz de la biología y psicología contemporáneas? ¿Hemos de insistir todavía en el creacionismo opuesto a la teoría de la evolución?
La sola lectura mecánica de pasajes bíblicos, sin comentario ni explicación alguna, ha sido históricamente fuente de confusión, error y fanatismo. La interpretación, divulgación y explicación de textos bíblicos es tarea que le compete a cada iglesia en sus propios espacios de influencia. La escuela pública no es lugar para el proselitismo.
La segunda objeción es que esa disposición fomenta la segregación y activa los prejuicios.
Para salvar el sabido problema de la posible imposición de creencias, los propulsores legislativos de la medida pretenden incorporar una cláusula que exima a aquellos alumnos o alumnas de participar en el ritual si así lo desean, toda vez sus padres (o ellos mismos, si son adultos), manifiesten por escrito ese deseo.
Pero en la antes mencionada sentencia constitucional 3-2008, se esclarece que el Estado y los particulares están obligados a “no adoptar medidas coercitivas para que [una persona] manifieste sus creencias” y también los inhibe para “investigar sobre las creencias de los particulares”. Pedir un permiso por escrito para ausentarse en ese momento es un requisito violatorio de la libertad religiosa.
Tanto o más grave aún es la discriminación a que puede dar lugar dentro de la escuela.
En la cultura de religiosidad arcaica que vivimos, uno o varios adolescentes que se retiren del aula durante la lectura bíblica corren el grave riesgo de ser estigmatizados por sus demás compañeros/as como ateos, con los prejuicios y connotaciones negativas que este concepto acarrea: seguidores de Satanás, perpetradores de todos los males que el fundamentalismo religioso frecuentemente endilga a quienes no comparten su credo.
Así pues, una escuela que oficialmente propicie este tipo de errores y segregaciones es la antítesis de lo que nuestra sociedad necesita.
Este artículo fue publicado en la sección de opinión de El Diario de Hoy, el 31 de enero de 2016 (p. 16).