Dios, religión y espiritualidad son conceptos distintos, pero generalmente la gente los entiende como una sola cosa, indisolubles y conectados de tal forma que uno de ellos no puede existir sin los otros. Ciertamente, hay personas en quienes los tres aspectos son interdependientes y bien por ellas si les funciona, pero esta opción de creencias no es la única posible, pues la realidad es mucho más amplia.
La existencia de un dios o dioses es un tema filosófico y un problema de fe, sin respuesta concluyente más allá de la creencia, duda o increencia particular. Para los creyentes, el universo es la Creación, el resultado de una voluntad divina suprema a la cual se atribuyen una causa primera y una finalidad última. Para los ateos, el universo es el resultado del azar esencial sin necesidad de tal intervención. Los agnósticos reconocen la imposibilidad humana de saberlo con certeza, aunque no descartan que pudiera haber una entidad superior y acaso un propósito.
Así visto el problema, de haber un dios cabe preguntarse por sus características. Una de las más importantes en cuanto al género humano es saber si este ser se comunica o no con nosotros y por qué medios: si por apariciones en sueños, por voces interiores, por mediación de otros humanos a quienes les habla directamente, por señales misteriosas que debamos interpretar concienzudamente, por apariciones selectivas, por libros sagrados, por instituciones que lo representan o incluso a través de la realidad cotidiana que deberíamos analizar con toda nuestra inteligencia racional y emocional.
De la necesidad de comunicarse con un dios en el que se cree, nace la religión. Esta, en su definición más simple (que es la del diccionario) es un “conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto”.
Aunque toda religión es una construcción humana inspirada en una determinada imagen de lo divino, generalmente se presenta a sí misma como fundada y avalada por la divinidad, directamente o a través de personas elegidas para tal fin. No ha sido históricamente inusual que muchas veces las religiones se hayan arrogado el derecho de imponerse a otras confesiones, incluso por medios violentos, pero la estructura de las religiones y el papel de quienes ejercen autoridad en ellas es un tema interesante de estudio que excede los límites de estos párrafos.
Obviamente, quienes practican una religión son personas que creen en un dios, pero no todos los creyentes son necesariamente religiosos, ya sea porque no compartan sus dogmas o rituales, porque consideren que el dios en el que creen no es el que predican quienes dicen representarlo, porque crean tener un contacto directo y sin intermediarios con este ser supremo, o por cualquier otra razón. Dios, en cualquier caso, no tendría que ser forzosamente así como lo plantean las religiones.
Finalmente, está eso que llamamos vida espiritual, de la psique o del alma (“principio que da forma y organiza el dinamismo vegetativo, sensitivo e intelectual de la vida”). Tradicionalmente se ha entendido como algo etéreo, eterno e inmaterial, pero también hay filosofías que entienden lo anímico arraigado de tal forma en lo orgánico que es imposible concebirlo fuera de su sustento material.
La vida espiritual amerita reflexión y constante perfeccionamiento. Esto se puede lograr por medios religiosos o no religiosos. Aunque es un ideal, no todos los creyentes alcanzan una vida espiritual satisfactoria y muchos se quedan en un nivel apenas ritual. En contraparte, es perfectamente posible profundizar en la propia psique sin necesidad de acudir a entidades sobrenaturales ni hacerlo desde una religión. Desde el punto de vista psicológico, según el modelo de inteligencias múltiples, de lo que se habla es de inteligencia intrapersonal: aquella que “se refiere a la autocomprensión, el acceso a la propia vida emocional, a la propia gama de sentimientos, la capacidad de efectuar discriminaciones de estas emociones y finalmente ponerles nombre y recurrir a ellas como medio de interpretar y orientar la propia conducta”.
De lo dicho, se pueden sacar muchas combinaciones deseables, desde creyentes religiosos con gran riqueza espiritual, hasta ateos y agnósticos con notable capacidad de introspección y perfeccionamiento anímico. Con el debido respeto a la diversidad de opciones de fe, lo importante en todo caso es el crecimiento en valores para dignificarse como ser humano.
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