martes, 17 de febrero de 2015

Veinte años de odio... y contando.

En la sección de colecciones especiales de la UCA hay un ejemplar del libelo titulado La infiltración marxista en la Iglesia, escrito por un tal Álvaro Antonio Jerez Magaña, del domicilio de Santa Ana, y publicado en 1989 bajo el sello del Instituto de Relaciones Internacionales y Editorial Dignidad.

No hay ninguna referencia biográfica del autor y no recuerdo haberlo visto en ningún medio de difusión masiva de la época, pero sí tengo presente que el propósito del Instituto de Relaciones Internacionales era propagar el anticomunismo más recalcitrante, muy al estilo de la Cruzada Pro Paz y Trabajo pero con cierto rigor académico, pues sus publicaciones abundaban en citas y referencias bibliográficas.

Este texto expone con bastante amplitud y ferocidad una línea argumental muy arraigada en la oligarquía salvadoreña desde la década de los setentas, enquistada en la esencia del ejército y los cuerpos de seguridad estatales de la época, y trasladada a través de la ideología dominante al resto de sectores de la población, esto es: que la Iglesia Católica, infiltrada por curas comunistas, sembró el odio de clases, agitó a las masas y propició la guerra civil de doce años.

En su afán de demostrarlo, el supuesto autor (que curiosamente emplea estilos distintos en los sucesivos capítulos) no vacila en distorsionar u omitir algunos situaciones y hechos históricos, hacer gala de un fanatismo religioso medieval y, además, difamar y calumniar, etiquetando de comunistas a todos aquellos que denunciaron la injusticia social. Hay en él una rabiosa dedicatoria contra los jesuitas y en particular para el sacerdote Rutilio Grande, asesinado por paramilitares en 1977, a quien se le llama con sorna “el catequista catequizado”.

Este libro es un importante testimonio de esa letanía de acusaciones no demasiado variada pero sí muy extensa y, lamentablemente, harto conocida. Es la esencia del odio que propició los salvajes asesinatos de presuntos opositores políticos a manos de soldados, guardias, policías y miembros de los escuadrones de la muerte de los setentas. Es el mismo espíritu que ordenó y se alegró del magnicidio de Monseñor Romero. Es la inspiración de los gritos homicidas que pidieron la muerte de Ellacuría y sus compañeros jesuitas en la cadena nacional de radio en noviembre de ese nefasto año. Es también el mismo discurso presente en ese documental seudohistórico que, más de dos décadas después de aquellos crímenes, todavía le pasa factura a la iglesia popular.

Es, en suma, la ciega condensación ideológica de quienes nunca quisieron reconocer en sus oprimidos a seres humanos con derechos y dignidades, y vieron en la conciencia y denuncia de la injusticia una amenaza tan terrible que fueron capaces de lo más atroz para mantener el statu quo, generando así esa vorágine de violencia de la que nadie salió indemne.