La verdad absoluta existe, la posee el Dr. Luis Fernández Cuervo… ¡y ay de aquel que lo contradiga!
Cada lunes a través de las generosas páginas de El Diario de Hoy, este ilustre galeno acomete con furiosas diatribas, anacrónicas amonestaciones, peroratas ultraconservadoras y viscerales admoniciones.
Paladín de la rancia moralidad, azote de los anticonceptivos, adalid de la homofobia, acorazado insignia contra las feministas, apologeta de proles colosales e inquisidor implacable de conspiraciones demoníacas que buscan socavar las buenas costumbres, se percibe a sí mismo como auténtico titán de los valores familiares, contando con la aprobación, aplauso y homenaje de los sectores más retrógrados de la burguesía, además de poderosos grupos eclesiales que aún habitan en épocas preconciliares, hogueras punitivas e iras divinas. En el resto de estratos sociales sin duda tiene adeptos y adeptas, cortesía de la alienación inconsciente.
Pese a lo dicho anteriormente, no se crea que nuestro doctor es torpe o carece de inteligencia; por el contrario, su discurso es semánticamente diáfano, ideológicamente asertivo, sintácticamente impecable y filosóficamente fundamentado, incluso en ocasiones dice cosas sensatas.
Tampoco es sabio concluir que por el solo hecho de sostener esquemas mentales vetustos este ínclito profesional sea una mala persona; por el contrario (y quienes lo conocen seguramente abonarán a su causa), él ha de manejar su vida conforme a principios inspirados en su idea del bien universal, y seguramente actúa movido por nobles propósitos.
El problema con él no es de forma ni de intenciones, el problema es su intolerancia objetiva, el no respetar “las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”. En estos afanes, ha llegado a pedir cárcel y pena de muerte para quienes promueven causas contrarias a su fe.
Él y otros que le acompañan en esta cruzada (p. ej.: Evangelina del Pilar de Sol, Rafael Domínguez, Regina de Cardenal y sus correligionarios) viven en el estrecho compartimiento mental de las verdades absolutas, lo cual puede tener algunas ventajas y quizá no estaría mal… de no ser porque esta actitud maximalista no la limitan a sus propias vidas y tampoco la promulgan a partir de la sana persuasión ni la invitación humilde, sino que pretenden imponerla por diferentes medios al resto de la colectividad: desde el chantaje moralista y las llamas infernales, hasta la promulgación o modificación de leyes que restringen o eliminan derechos humanos ya conquistados o por conquistar.
Claro está que para él y sus acólitos/as, estos derechos (que generalmente entrecomillan) son parte de un malévolo conjuro internacional, un cáncer que ha infiltrado a la ONU y varias oenegés con el propósito de exterminar el cristianismo. Todo lo que luzca diferente a su credo es degradante, perverso y criminal.
Con este buen doctor no se puede discutir, así como es imposible cualquier esfuerzo de entendimiento con sus homólogos/as de prédica. No solo se enorgullecen de su tozudez sino que lo publican hasta el delirio. “Estoy al final de mi vida y lo que más me importa es el juicio de Dios sobre mi conducta y mis palabras”, escribió el mentado médico. Es una elegante manera de decir “me importa un pepino lo que ustedes, herejes depravados, piensen de mí”. Aquella señora -que en su momento se definió como recalcitrante- dijo que gustosa ingresaría a prisión cantando himnos de alabanza, cuando hizo propaganda a favor de un partido político en nombre de la Virgen de Fátima y enfrentó un proceso por violar la ley electoral. “No las moverán”, exclamó el otro periodista generador de opinión, refiriéndose a sus prejuiciosas afirmaciones basadas en la ignorancia.
Evidentemente, el fanatismo no es patrimonio exclusivo de estas cohortes, pues de otras calañas también los y las hay, comenzando por las de izquierdas; sin embargo, el ala derechista llama más la atención por la magnificencia con la que se les dan los espacios editoriales de mayor circulación.
Con estas personas, lamentablemente amplificadas por ese y otros medios de difusión masiva, lo que nos queda por hacer -además de ponerlos en evidencia- es comprenderlos y compadecerlos, sin dejar por ello de rebatirlos. De fondo, queda la esperanza de que al final del día sea la misma realidad objetiva -esto es, la legítima diversidad humana- la que acabe por derrumbar los castillos medievales que tienen por ideología.
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