"Hay muchas más cosas en el cielo y en la Tierra, Horacio, de las que puede soñar tu filosofía".
Shakespeare en “Hamlet”
Hasta donde he leído, escuchado y conversado, los ateos razonables y los creyentes evolucionados están de acuerdo en al menos una cosa: que la experiencia de Dios, real o posible, es algo relacionado con la fe y, por lo tanto, no pueden ofrecerse demostraciones científicas al respecto. Así las cosas, en las palabras sencillas de Chico Buarque, “el único gesto es creer o no”, actitud fundamental que define la interpretación de nuestras experiencias de cuerpo y espíritu.
Sin embargo, en este misterio hay mucho más que la simple dicotomía ateo-creyente. Una de las posturas a mi juicio más sensatas y humildes es el agnosticismo, posición filosófica que reconoce la imposibilidad humana de conocer realidades más allá de los sentidos.
El agnóstico, al igual que el científico, sabe que no puede afirmar con certeza si hay un Dios o no lo hay, como tampoco si todo lo que ocurre es producto del azar esencial o hay una Mente Universal que ordena el cosmos, menos si estamos a nuestro libre albedrío o todo corresponde a los designios de un Destino fatal. Siendo así su perspectiva, el agnóstico tiene mente abierta y está a la expectativa, pero no se lanza a ese precipicio en el que no sabe si hay una red salvadora que lo espere. Respeta al ateo y al creyente en la legitimidad de sus respectivas opciones, pero ve en el primero cierta soberbia y en el segundo algo de ingenuidad.
Probablemente el agnóstico también intuye y sospecha, quizá con un dejo de nostalgia, que su razonada conclusión es un camino de una sola vía, sin regreso, pues ¿cómo podría tomar una creencia si previamente ha sabido, como verdad fundamental, que toda elección al respecto es un acto personal no necesariamente vinculado con un "algo" metafísico de lo que nunca podrá tener plena certeza? ¿O sí...?