domingo, 4 de abril de 2010

Un pequeño ajuste de cuentas

Aparte de una pelea espontánea, la certeza de no tener cualidades futbolísticas y el aprendizaje vacacional de la guitarra, mis recuerdos de 3º, 4º y 5º grado de primaria están asociados con los profesores de aula que impartían casi todas las materias, excepto inglés y deporte. Miembros de una congregación religiosa de mucho prestigio, aquel trío de individuos solía llevarse bien conmigo por asuntos puramente académicos; sin embargo, los tres eran herederos de una nefasta tradición que en aquella época ni siquiera se cuestionaba: el maltrato escolar infantil.

Uno, el más benévolo, era famoso por sus coscorrones de diversa intensidad, aplicados con estricta justicia, de acuerdo a la torcida percepción generalizada de aquel tiempo. Su nombre era Benito Mendoza, español de origen, y cuando no tenía sus ataques de ira y frustración existencial, era buena gente. Lo más cerca que estuve de recibir una pescozada fue cuando su uña pasó lacerando la punta de mi nariz, mientras su mano viajaba veloz y decidida hacia un compañero de a la par. Se disculpó conmigo y mi mamá con gran sentimiento de culpa. Con el otro, no lo creo.

El más peligroso de los mencionados solía atacar a algunos compañeros sin previo aviso dentro del aula, con seguidillas de bofetones y patadas en el trasero, a cuatro extremidades. La avalancha de caricias duraba unos treinta segundos, aderezada con gritos recriminatorios por lo que fuera: no haber terminado las tareas, ir retrasado en el trabajo personal o llevar adherida una calcomanía en el cachete. Los aterrados espectadores lejanos hubiéramos querido que la tierra nos tragase, mientras que los cercanos trataban de ponerse a cubierto de la mejor manera. El pobre compañero golpeado apenas si tenía tiempo para comenzar a llorar de dolor y de vergüenza en los minúsculos intervalos en que tomaba impulso el agresor. Su nombre: Julio Liébana Merino, también venido de la Madre Patria, no dudo que franquista, anticomunista y yo deduzco que bastante amargado.

El tercero en cuestión era de origen local y aprovechaba cualquier ocasión para remarcar su orgullo de ser el primer connacional en haber ingresado a dicha orden. Bueno para enseñar matemática, pasaba el resto de las clases contando varias veces las anécdotas de su vida y dictando la resolución de las fichas de trabajo de la educación personalizada, sistema en el que evidentemente no confiaba. Rendía una extraña pleitesía al estamento militar en plena década de 1970 y solía hacer demasiadas alusiones al valor y el coraje relacionados con la genitalidad masculina como normas de vida. Algunos compañeros llegaron a comentar en corrillos presuntas conductas exhibicionistas suyas, pero a mí no me constan. De su boca oímos por primera vez la frase “¡esto es una infamia!” cuando rechazó indignado un regalo de cumpleaños que entre todos le compramos, un bonito reloj de mesa, desaire cuyo motivo aún permanece en el más absoluto misterio. Tenía guardado en su escritorio un chilillo de hule negro, que utilizaba –eso sí, hay que admitirlo- como último recurso y con previo aviso, lo que no lo hacía menos doloroso. Su nombre era tan simple como José Dolores García, que en paz descanse. A la distancia, esperemos que haya sido el que menos daño hizo.

Con todo y el perdón que se les pudiera otorgar, y pese al "no hurt feelings" por la propia sanidad anímica... ¡eran niños de nueve y diez años a quienes estos y otros personajes trataban de tal manera! Lo peor es que en algunos casos seguramente contaban con el aval de los propios padres y madres, que debieron darse cuenta por las huellas dejadas tras dichas sesiones educativas. Quizá nunca se les pasó por la mente que tales infantes habrían de crecer y eventualmente alguno de ellos, víctima o tan solo testigo ocular, llegaría a denunciarlos públicamente... ¡aunque sea en un "blog" perdido en la inmensidad del ciberespacio!

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Posdata: se dice que, de niño, el fundador de la orden religiosa a la que los aludidos pertenecían abandonó la escuela por temor al maltrato infligido por un profesor. En los colegios que fundó, prohibió el maltrato físico.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

:(!

Anónimo dijo...

Sin ninguna duda el sistema educativo empleado en épocas anteriores tenía un concepto distorcionado de disciplina, que en lugar de forjar carácter, creaba una ambiente de tensión y temor en los salones de clase, pero el temor no debe suprimir la justicia, es necesario hablar y exigir el respeto de los derechos que como alumnos nos competen!

Anónimo dijo...

Tal bajeza no ha pasado desapercibida gracias a tan oportuna denuncia.

Anónimo dijo...

A Dios gracias no sufrí ese tipo de lesiones físicas ni emocionales; sin embargo, la magia y disposición de las palabras me llevaron a un destello fugaz de sucesos en tiempos paralelos. :) Me gusta como escribe Góchez! por cierto, un saludo de una joven amiga y ex alumna suya.