sábado, 6 de diciembre de 2014

Ecos de una novela despublicada

Noticia cultural

En septiembre de 1995 se terminó de imprimir, en los Talleres Gráficos UCA, la edición de un mil ejemplares de “Putolión”, del escritor salvadoreño David Hernández. Entre finales de octubre y principios de noviembre de ese año comenzó su distribución en librerías locales, pero sorpresivamente y a los pocos días, UCA Editores retiró todos los ejemplares de las librerías.

La noticia apareció en periódicos nacionales. Creo recordar que la editorial argumentó erratas en la edición. En general, no les creyeron, aunque ciertamente hay un promedio de un error ortográfico por página. Luego, hubo cruce de declaraciones encontradas: unos hablaron de censura, otros de represión intelectual, otros de crimen cultural. En este enlace hay una reseña de las principales reacciones.

La hipótesis más sonada, comentada y aceptada por el gran público fue que el escritor David Escobar Galindo habría estado detrás de la maniobra, supuestamente indignado por una alusión bufa que de él se hace en la página 177, tanto así que en algunas publicaciones contestatarias se dieron a la tarea de reproducir precisamente ese párrafo grotesco, en una especie de afán vindicativo.

No recuerdo que haya habido un pronunciamiento público por parte del poeta señalado y, al final, todo quedó en pura especulación.

El último ejemplar

El jueves 23 de noviembre de 1995 a las 8:00 a.m. entré a la librería de la UCA buscando cierto libro que no recuerdo. Para el día de mi incursión ya había estallado el escándalo literario, así que -sin mucha expectativa- fui a curiosear en la sección de literatura nacional y -¡oh, sorpresa!- había allí un ejemplar de la novela despublicada, quizá el último, seguramente olvidado por descuido en el estante, entre otros volúmenes ajenos a la polémica.

Lo tomé por inercia, lo presenté en caja junto con los treinta colones del precio de lista y los encargados se vieron entre sí extrañados, como preguntándose qué hacer. Pero como el ejemplar tenía su código de barras en regla y estaba en el sistema, lo facturaron y procedieron a entregármelo.

Sospecho que alguno de ellos llamó de inmediato a la editorial para pedir instrucciones, pero no podría asegurarlo. Sentí como si hubiera hecho una compra clandestina y que a la vuelta del siguiente edificio de aulas un par de empleados me interceptarían para despojarme del libro, pero eso no pasó de ser una fantasía peliculera.

Una lectura y media

Animado por la polémica del momento, ese mismo día comencé la lectura de la novela de 275 páginas, dejando plasmadas en ella mis anotaciones, con la intención de publicar algo al respecto. El trabajo fue bastante fatigoso, no diría que del todo placentero, más bien lo califico de disciplinado. La concluí dos días después, pero al final perdí el interés en hacer mi reseña y valoración del asunto, sobre el cual muchos se habían pronunciado ya, con mayor o menor acierto. Diecinueve años después, emprendí la relectura de la obra y quedé varado a la mitad, ya con más certezas que inquietudes.

Sobre esto, tengo una anécdota no del todo marginal: en el momento de la polémica, recuerdo haberle hecho un par de comentarios al autor, con quien sosteníamos correspondencia a través del correo aéreo tradicional, incluso habíamos intercambiado libros y reseñas mutuas de “Salvamuerte” y “¿Guerrita, no?”. Fue la última carta que le envié y no recibí respuesta. Puede ser que se haya molestado o tal vez la misiva (¿suya, mía?) se extravió.

Qué es y qué quiso ser

Yendo al producto literario en cuanto tal, me parece que "Putolión” es algo así como una antinovela que no despegó de sus propias intenciones.

La contraportada del libro, construida con extractos del prólogo de Manlio Argueta, dice que es “en cierta forma, una historia emotiva de La Cebolla Púrpura, el grupo de poetas cuya juventud coincidió con el conflicto bélico”.

En varios pasajes del libro el autor reitera hasta la saciedad tal intención explícita, describiendo una y otra vez su propio proyecto:

“Y aparecen en un desfile de actores, brujos, fantasmas, poetas y músicos muertos y vivos, como en un baile carnavalesco de la época colonial, por las calles empedradas de una ciudad de otros siglos.” (p. 18)

“Esta era la gran novela que planeaba como un maniático desde siempre: un relato atípico que por el sólo hecho de carecer de estilo definido sería experimentación y búsqueda a lo largo de un camino empedrado de malas intenciones y técnicas fugaces que es toda novela verdadera, una, donde hablara de la epopeya y la tragedia de mis hermanos decapitados en plena juventud, y sobre la gloria y la tragedia de los sobrevivientes.” (p. 79)

“Han caído de repente con la lluvia como limones maduros (…) los recuerdos que siempre quise rescatar para una novela imposible que en una locura audaz me librara de fantasmas y demonios del pasado, donde los poetas de La Cebolla Púrpura, que murieron en la flor de la vida y de la juventud, escriban y griten lo que la muerte prematura no les dio tiempo de expresar.” (p. 99-100)

“Es posible que escribiendo sin orden lógico, como dentro de un infinito agujero negro vagabundo del cosmos, donde a pesar de todo existe el calor y la energía, puedan ellos en determinado momento emerger y tomar vida, y que en niveles específicos de apreciación y densidad, sigan existiendo en un instante inmortal.” (p. 132)

La desazón viene cuando ya se ha pasado más de mitad del volumen y da la impresión que aún no ha comenzado, que sigue planteándose a sí misma como la sola voluntad de ser.

Qué más contiene

Además de esa constante y eterna declaración de intenciones a modo de cuenta regresiva siempre postergada, están los largos monólogos interiores de un emigrado, en tono autobiográfico y demasiadas claves íntimas; una breve parte propiamente narrativa que cuenta el regreso de unos exiliados a su tierra, diseminada en trozos a lo largo de la novela; ciertas anécdotas de un pasado mítico ancestral, relacionados con uno de los narradores-protagonistas; referencias a las correrías de aquellos poetas rebeldes y bohemios por célebres antros de los setentas, todos hombres, en donde los alcoholes parecían pesar más que los versos; conversaciones de la posguerra en donde se mencionan en clave semicríptica algunos hechos del conflicto; y un episodio final en donde convergen poetas vivos y muertos, que debió ser apoteósico aunque apenas pasó de la anecdótica e imaginaria megarreunión.

Hay otros elementos menores que a más de alguno/a podrían fastidiar, tales son ciertas descripciones superficiales de lugares de aquí y de allá en estilo como de guía de turista; el rampante machismo característico de la cultura guanaca, con su correspondiente misoginia y homofobia; las enésimas repeticiones de pasajes que ya se habían mencionado antes, como si el propio autor los hubiera olvidado dentro del caos narrativo; así como la penosa sensación que ese tipo de novela ya se había intentado anteriormente, con resultados distintos (“Pobrecito poeta que era yo”, de Roque Dalton, y “El asma de Leviatán”, de Roberto Armijo).

Otra curiosidad: en medio de todo, se inserta una crítica literaria de “Manlio, el cronista”, quien le hace ver que la novela no despega y le sugiere, entre otras cosas, que las alusiones a personajes de la vida pública nacional no sean tan evidentes (eufemismo de "poco ingeniosas").

Dudas y dudas

Pasadas casi dos décadas de ese grave accidente editorial, nunca me quedó claro ni cuál fue el criterio para publicar la obra (¿la sola opinión del prologuista, el dictamen de un consejo editorial, el currículum académico del autor?) ni cuál fue la verdadera razón para retirarla de circulación.

No carece de valor literario si se ven los fragmentos aislados, pero su carácter de colección caótica y bastante a la deriva hace que su lectura resulte un esfuerzo un tanto excesivo en contraste con la sustancia. Por otra parte, la mofa chabacana personalizada que se mencionó como supuesta causa de la despublicación de la novela no es la única de esa clase, sino una entre muchas otras. Aunque todas ellas apenas ocupan unos cuantos párrafos, eso no le quita cierto carácter injurioso, difícilmente salvable por el supuesto carácter ficticio del texto (que en este caso no aplica tanto).

¿Y entonces?

Lo diré de la manera más simple que puedo: a mi modo de ver y por las razones antes apuntadas, esta obra no tenía por qué haber sido publicada; pero una vez dada a luz, no tenía por qué haber sido retirada.

Al final del día, siempre fue más interesante hablar y analizar lo que pasó con ella, antes que ocuparse de ella misma.

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