Por razones que la psicología seguramente sabrá explicar, hay recuerdos imborrables y recurrentes anclados en ciertas etapas de nuestras vidas. Los míos casi siempre vuelven a los primeros años de la década de los ochenta, yo adolescente, cuando deambulaba en bicicleta por las calles de la antigua Santa Tecla.
Era aquella una ciudad rectilínea con apenas dos colonias fuera del casco urbano: Las Delicias y la Quezalte'. El único tráfico vehicular de cierto volumen transcurría sobre la vía panamericana repartida entre las dos calles principales, la 2ª y la 4ª oriente-poniente, aunque sobre la 3ª y la 6ª también había que echar un buen ojo, por los camiones y vehículos pesados que tenían allí su desvío obligatorio. En las demás calles, la casi cotidiana ronda ciclística transcurría sin sobresaltos, con la tranquilidad de quien no tiene prisa ni teme por atropellamientos.
Eso sí, en aquella época las "bicis" requerían placa y licencia de tránsito, lo cual te libraba del único peligro real de perderla en el camino: el decomiso por parte de la policía; si bien, la mayoría de chicos menores de doce años tomaban este riesgo como parte del paisaje.
¿Que estábamos en guerra? Sí, pero Santa Tecla fue una de las pocas ciudades sin enfrentamientos, con la sola excepción de una refriega entre una célula clandestina y un batallón gubernamental, creo que por el '74 o '75. Extraña y afortunadamente, por aquí tampoco fueron muy comunes los reclutamientos obligatorios, aunque el temor siempre estaba latente.
¿Donde cuántos amigos llegué sobre aquel par de ruedas? ¿Cuántas introspecciones realicé mientras pedaleaba? ¿Cuántas visitas románticas infructuosas hice? ¿Cuántos pequeños y distraídos accidentes me sacaron del ensimismamiento en el que andaba? ¿Cuántas veces tuve que regresar a casa a pie (y bajo la lluvia), haciendo yo las veces de sostén para aquella querida compañera metálica con su llanta ponchada?
Hoy, cuando ya sólo queda el placer de aquel recuerdo y la ciudad se ha transformado de tal manera que es imposible asociar tranquilidad y paseo, vuelvo la vista con la equilibrada nostalgia de quien, sin pretensiones de regresar en el tiempo, sonríe ante la estampa de un pasado muy querido.
domingo, 8 de abril de 2007
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1 comentario:
Nunca tuve una bicicleta. Rentaba, sí. ¿Hacia mis doce, trece, catorce años?
Cierta vez tomé una por quince minutos (no había para más) y la dirigí, conmigo sobre ella, libre y feliz, hacia la Toma de Quezaltepeque. Allí seguramente me la habrían llegado a quitar los dueños del alquiler, cosa que presumo mas no recuerdo. Para no regresar a pie los dos o tres quilómetros hacia la ciudad me colgué de la parte trasera de un "pick-up", con la comprensible intención de salir corriendo al detenerse éste, pues no tenía para pagar el viaje. Las previsoras señoras que volvían de Atapasco me decían que subiera a la "cama" del vehículo y yo que no, que así estaba mejor... Pero el condenado transporte no se detuvo en la zona de la terminal, como era lo normal, sino que atravesó la ciudad y en minutos tenía a una cuadra de distancia el parque: la salida de la ciudad. Quizá pensé que el pick-up continuaría su viaje hasta Nejapa, o qué sé yo, por lo cual me descolgué. El porrazo me dejó semiconsciente por días. Inyecciones en la farmacia, madres preocupadas (lo primero que hizo al alcanzarme en la acera fue golpearme), vecinas que se quedaron llorando luego que llegué a saludarlas con toda mi naturalidad (la del accidentado, que debió ser de loquillo)... Y etcétera.
Bicicleta.
Ah: la de Mollina.
La que compraré en cuanto pueda: un sueño de toda la vida.
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