miércoles, 24 de octubre de 2007

Nada claro

MONOMANÍA TELEFÓNICA I



Como resultado del repentino pero previsible fallecimiento de mi antiguo teléfono celular (cuya pantalla animada mostraba un perro lanudo y campestre sacudiéndose las moscas cada quince segundos), así como de la revisión del presupuesto familiar asignado al área de comunicaciones, quise cambiarme de compañía telefónica en aras de la economía y, de paso, la renovación de los aparatos (esto último, imposible durante el presente mes, por inexplicable desabastecimiento).

Pues bien: luego de cuatro semanas de deambular por aquí y por allá, interrogar vendedores de toda la competencia y hacer minuciosos cálculos... resulta que aún estoy donde al principio. ¿La razón principal?: el desprecio que he sufrido hasta en tres formas por parte de la empresa hacia donde pensé emigrar.

La primera sensación negativa fue como de ir a suplicar, por la desganada y ciertamente mezquina "atención" al cliente de la agencia que queda a la vuelta de mi casa (¿será que a las cinco de la tarde todos quieren irse ya?). El segundo intento duró casi tres semanas, cuando no lograron responderme con un "sí" o un "no" a mi solicitud debidamente documentada, hecho por el cual acabé retirando la petición. La tercera fue una cuestión de orgullo personal y merece un párrafo aparte.

La información no la pedí yo, pues fui abordado por una vendedora de quiosco en un centro comercial. El plan me pareció interesante; el modelo de teléfono móvil, bastante práctico; el desembolso, razonable y el ahorro, justificado. Pues bien, tras haber presentado todos los acrónimos en regla (DUI, NIT, ISSS, ANDA, DELSUR, etc.) y firmar por revés y derecho un bloque de catorce páginas (solicitud, contrato en letra ínfima y pagarés en blanco, ilegales pero ineludibles), recibí una llamada el día pactado para la entrega del aparato, pero no para efectuarla sino para comunicarme que... ¡la documentación había sido rechazada! ¿La razón?: porque en el último documento escribí "Rafael F. Góchez" debajo de la firma idéntica a sí misma a todas luces, en vez de poner mi nombre completo. La nueva exigencia fue, entonces, presentarme de nuevo al lugar donde hice los trámites y volver a firmar el documento en cuestión, escribiendo de mi puño y letra mis dos nombres y dos apellidos.

¿Qué les pasa, qué les sucede?

Tras meditarlo un poco, le expresé a la vendedora que me sentía vejado como cliente potencial. Para esta gente, no basta que uno tenga décadas viviendo en su casa, laborando en su trabajo y pagando sus cuentas al día. Van al descaro pidiendo firmas a diestra y siniestra, para salir con una frivolidad o idiotez semejante (lo que calce mejor). El mensaje subyacente es: "si nos pone su nombre abreviado, no podremos demandarlo cuando no nos pague". Opté entonces por manifestar mi postura ya inflexible y mandarlos a donde se merecen, con toda la diplomacia del mundo: si la documentación así presentada es suficiente, procedo a la compra; si no, no hay trato.

Y no lo hubo ni lo habrá.

Supongo que esto no los llevará a la quiebra y a mí tampoco me dejará incomunicado (aún estoy donde estaba y todo indica que esperaré otro par de semanas y acabaré renovando por dieciocho meses más). Pero han quedado en evidencia, señores: es que, pese a su publicidad millonaria, ustedes nunca se pusieron "claros".