Pocas cosas me alteran tanto como escuchar a quienes dan falsas esperanzas de curación milagrosa a enfermos terminales.
Hay depredadores materiales, charlatanes o estafadores que venden sus servicios aún a sabiendas de que no hay esperanzas razonables o el padecimiento está fuera del alcance de la ciencia o de sus habilidades profesionales. Son despreciables y merecen la cárcel.
Pero también están quienes, desde una postura de autoridad espiritual, les hacen creer a las pobres gentes que orando con fe y de corazón ese cáncer incurable se irá, esas células nerviosas muertas se reactivarán o esos riñones volverán a funcionar.
Hay buenas almas que no ven nada de malo en crear estas expectativas. Que la esperanza de mejorar ayuda al cuerpo, dicen; que a fin de cuentas puede que suceda, dicen.
Pero no sucede.
Y así se añade sufrimiento psicológico al daño físico, por cuanto el atormentado o la afectada ve que, por más llanto suplicante y devoción sincera que ponga en sus oraciones, su cuerpo duele y se sigue deteriorando inexorablemente.
A esta frustración constante y progresiva se unen terribles sentimientos de una culpa infinita por no ser digno/a de la gracia solicitada, o aún peor, por llegar a creer que la enfermedad responde a un cruel designio divino más allá de la comprensión humana.
Esto no tiene que ser así. Tampoco es ni la única ni la más sana forma de lidiar con ello.
He visto de cerca oraciones de terceros que piden una de dos cosas: que sane la persona enferma o que, si es la voluntad del Altísimo, cesen sus sufrimientos en este mundo y repose eternamente en Su compañía. Creencias aparte, dicha postura me parece respetable por sensata, piadosa y, sobre todo, razonable.
Lo que me mata es lo otro.