Suicidarse es una decisión íntima, personal e inexorable. Luego, que no se culpe a nadie por esa tragedia en donde víctima y victimario son la misma persona.
Cuatro experiencias de suicidio he conocido, unas más cercanas que otras, unas más dolorosas: un compañero de colegio que jugaba a la ruleta rusa allá por los años ochenta, un amigo entrañable que lo hizo por motivos filosóficos en la universidad, un jovencito de doce años con gran inteligencia lógico-matemática pero grandes carencias de estima propia y una exalumna con todo lo que una joven veinteañera podría querer, y sin embargo…
Las penas del suicida cesan en cuanto el acto se consuma, pero el dolor de sus seres queridos es infinito.
La reacción -superficial aunque natural- de las demás personas es dirigir silenciosas miradas de recriminación a sus deudos, ¿qué no se dieron cuenta, por qué no hicieron algo, qué no le querían…? Mas difícilmente podrían haberlo evitado. En todos los casos que mencioné, había una familia completa y funcional, amorosa y que apoyaba, además de una comunidad fraternal relativamente amplia. De nada sirvió, porque el suicida, si es auténtico, medita en secreto, hace planes, conspira contra sí mismo/a sin dejarse ver hasta que ya ha cumplido su cometido.
El suicida duele, sacude y cuestiona, muchas veces de tal manera que su terrible decisión influye en otros potenciales candidatos/as a la autodestrucción para cambiarles la perspectiva de vida y, paradójicamente, impulsarles a vivir con mayor plenitud, aún desde el dolor tan hondo de la pérdida.
Así pues, descansen en paz, mis queridos suicidas. Desde este lado del espacio-tiempo, les seguimos recordando.
1 comentario:
Pues la verdad es que es un tema bastante complicado; nuestro peor enemigo puede llegar a ser nuestro propio pensamiento.
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