Fuimos educados en el dualismo, partiendo al ser humano en dos, cuerpo y alma, despreciando el uno en beneficio de la otra. Nos citaron y recitaron a cada momento que “el espíritu es fuerte, la carne es débil”; que aquél es elevado y ésta, pedestre.
Y de allí, fuimos sumergidos en el ascetismo, según el cual el cuerpo es fuente de bajos impulsos y ha de ser castigado, para así elevar el alma. No nos dijeron que los mayores crímenes de la humanidad provienen, precisamente, del espíritu (envidia, venganza, odio, intolerancia, etc.).
Creyendo en insensateces inmemoriales, se imaginaron que el dolor tenía una finalidad bondadosa, superior, que el sufrimiento redimía y por lo tanto se podía ofrecer en sacrificio para limpiarse místicamente. Escribieron libros y versículos para darle sentido a la desgracia, a veces como purificación y otras como una prueba para ganar maravillas futuras. ¡Qué perniciosa idea!
El dolor es un signo de que algo anda mal... y nada más.
El sufrimiento sólo redime cuando el ser -real o imaginado- ante quien se presenta dicha ofrenda es cruel y se goza en el dolor ajeno. Creer que el dolor salva es justificar una tortura metafísica.
¡Maldito sea el dolor!
Si algo ha de tenerse como indicador del progreso de la humanidad es, precisamente, la lucha contra el dolor y el sufrimiento: sea desde la medicina, la justicia social, la ayuda personal o la búsqueda de la armonía íntima.
El dolor no nos hace más humanos; la lucha contra el dolor, sí.
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