Desde hace algunos años existe en las afueras de la capital un redondel bautizado por el Concejo Municipal de Antiguo Cuscatlán con el nombre de Roberto D’aubuisson, rotonda que tiene en su centro un monumento sin arte: cuatro placas de mármol con frases conmemorativas de ese personaje que fuera varias cosas terribles en nuestro país, todas ellas debidamente documentadas y sin lugar a dudas, desde funcionario del departamento oficial de torturas de los regímenes militares de los setentas, hasta líder de los “escuadrones de la muerte” de los tempranos ochentas, pasando por su participación en el magnicidio de Monseñor Romero. Curiosamente, mucha gente cree que allí también hay un busto del tristemente célebre personaje, pero no es así: ni sus mismos partidarios se atrevieron a ponerlo en descampado, porque bien saben lo que ocurriría.La dimensión conceptual de los crímenes de lesa humanidad en que dicho personaje estuvo involucrado quizá sólo sea superada por la ciega necedad de sus seguidores y seguidoras, quienes se refieren a “El Mayor” con una enfermiza veneración. No cesan de repetir que fue y es su “máximo líder” y siguen vendiendo la falacia de que él es casi como el padre de la democracia en El Salvador. Para esta gente, no hay informe alguno de la Comisión de la Verdad que valga, ni son suficientes los testimonios y evidencias de su participación en los horrendos hechos que se le imputan. Desconocen u olvidan en su fanatizado cerebro los hechos pasados, totalmente comprobables, cuando este individuo aparecía en televisión dando los nombres de los “comunistas” que a la semana siguiente eran ejecutados por los sicarios tomados de los oprobiosos y ya extintos “cuerpos de seguridad” del aquel seudo-estado.
La pleitesía que se rinde a la diestra figura de D’abuisson debería ser rechazada incluso por gente con pensamiento de derecha. Se puede ser contrario al comunismo o al socialismo, se puede defender a la libre empresa y a la propiedad privada, se puede y se debe estar en contra de todas las dictaduras y dictadores, incluidos los de izquierda, pero eso no tiene por qué convertir a alguien en discípulo incondicional de un asesino, ni tiene por qué llevar a los extremos de falseamiento histórico que los cultores y cultoras de “El Mayor” han exhibido durante décadas.
No se descarta que entre sus fans haya quienes sinceramente hayan creído, como en una religión, la torcida versión de la historia nacional en donde ese tipo aparece como el gran defensor de “nuestras libertades”, pero eso no los excusa para rehuir una investigación más objetiva sobre la verdad de las cosas. Ellos incluso podrían argüir, como última defensa razonable, que también hay gente de izquierda que anda poniendo los nombres de sus propios ídolos a calles y plazas, lo cual podría ser igualmente insultante para sus adversarios ideológicos. En este caso, la sensatez y el sentido común llamarían a suprimir este tipo de “homenajes”.
Si la Asamblea Legislativa quisiera hacer algo por la reconciliación, debería reformar o hacer una buena ley para erradicar esta nociva práctica de andar haciendo monumentos y poniendo nombres cuestionables a calles, plazas y lugares públicos. Uno de sus artículos debería prohibir taxativamente homenajear a personajes que hayan estado involucrados en hechos de violencia como los aludidos, sean de uno o de otro bando, cuanto más si se trata de magnicidas y genocidas, como el susodicho o su más famoso antecesor, el General Maximiliano Hernández Martínez.
De no hacerlo así, temamos el florecimiento de plazas, calles, avenidas y parques con más nombres infamantes; y pongámonos a cubierto del creciente intercambio de manifestaciones de protesta y repudio que tengan como propósito la demolición vandálica de dichas abominaciones.
En estos líos gramaticales por el tema del 
Que el Presidente de la República haya pedido perdón a nombre del estado salvadoreño por el asesinato de Monseñor Romero, como antes lo hiciera por la matanza de los padres jesuitas, es un significativo gesto de reconciliación con la historia; sin embargo, más allá del simbolismo que pueda representar el acto en sí, no son esas las disculpas que necesitamos para que el perdón sea auténtico. El verdadero perdón sólo puede concedérsele a los asesinos materiales, intelectuales y contextuales; pero, lamentablemente y en pleno ejercicio de su soberbia, ellos no han aceptado su participación en los abominables crímenes, pese a estar algunos incluso juzgados, condenados y amnistiados por decreto; cuanto menos han expresado -ni ellos ni sus seguidores- ningún gesto de arrepentimiento ni desagravio. Señores de los magnicidios: el perdón está allí en las abiertas manos generosas de un pueblo que quiere sanar sus heridas. Tan sólo tienen que pedirlo.

Si hubiera genios de lámparas maravillosas (pero no malignos y traicioneros, como en aquellos chistes léperos) y tuviera que pedir el deseo de volver a la juventud, sería obviamente con la condición de conservar en mi mente toda la experiencia de vida acumulada hasta hoy. Digo esto porque luego de dos décadas de ejercicio docente hay un recuerdo que me acomete y no me deja tranquilo: el de una pregunta de un estudiante que no supe contestar como hubiera querido.
Desde hace veinticinco años vengo soñando reiteradamente, dormido y despierto, con que puedo ejecutar magistralmente el saxofón, instrumento que por diversas razones siempre se me ha hecho esquivo, bien sea por el elevado precio de uno de estos brillantes aparatos, bien por la dificultad de hallar tiempo para tomar clases. El intento más serio que hice a mediados de los 80's fue pedir permiso para hacer un auto-aprendizaje en el local donde ensayaba la banda del Chaleco. La labor no tuvo el éxito esperado, primero porque resultó un tanto incómodo ensayar en un instrumento que no era el propio, al cual había que estarle cambiando la cañuela y la boquilla por unas propias, so pena de contaminarse con anónima saliva ajena; segundo, porque descubrí que sólo para hacer sonar el instrumento en la nota real, verdadera y adecuada (sin desafinar más de medio tono), debía pasar como una semana ejercitando los músculos bucales y templando el golpe de aliento, para lo cual -si acaso estaba dispuesto- habría necesitado, una vez más, un instrumento propio para ensayar en la casa, para suplicio de los vecinos. Así que ni modo: hubo resignación y abandono, dejando sólo para los oídos el placer de tan metálico instrumento.


Ante la acefalía, deriva y desconcierto de la institución encargada del cuido y desarrollo de la cultura nacional, escucho voces artísticas clamando por la urgente implementación de una verdadera política cultural. Es entonces cuando vengo yo y me hago preguntas retóricas de este calibre:
En este momento, por Televisión Cultural Canal 10 ya no se transmite ninguno de los tres programas dedicados a la cultura (en sentido artístico) que solían producirse en tiempos recientes. De “Universo crítico” y “PlaticArte”, remito al lector a
Últimamente los títulos de “crítico de cine” se reparten con tanta facilidad como los de “analista político”, como si para serlo bastara que el editor del respectivo suplemento o sección de un periódico les consultara sobre este o aquel tema, por el mero hecho de ser chero de ellos y de que sus respuestas parezcan inteligentes. Tales sujetos recurren a los lugares comunes con los que (según ellos) garantizan cierta notoriedad basada en una pose de presunta autoridad, como si conocieran algo que el gran público es incapaz de ver o, lo que es lo mismo (ya lo dije en
En 1985 yo estaba empecinado en estudiar Ciencias de la Comunicación y trabajar remuneradamente. En ambos proyectos yo diría que fracasé con bastante éxito, por razones que, ciertamente, no pueden endilgárseme. Dejando para otra entrada el asunto de la carrera universitaria, me referiré a mi frustrante, breve y siempre optimista carrera como vendedor (técnicamente ambulante) de anuncios publicitarios para una radioemisora que ya no existe.
