Este artículo fue publicado originalmente en el Suplemento Cultural 3000, de Diario Colatino, el 2 de octubre de 1993.
Uno de los mayores fantasmas y peores lastres contra los que los escritores hemos de luchar es la tendencia de muchos lectores a identificar, por inercia, a la persona real y concreta del autor con el yo lírico expresado en un poema, con algún personaje particular de una pieza narrativa o con el narrador -sea este en primera, segunda o tercera persona, participante u omnisciente.
Esa antigua y espontánea idea pareció encontrar más fuerza en el país durante la década de los setenta, en los círculos intelectuales afines a la autodenominada “Generación Comprometida” o ligados de modo casi invariable a las universidades más importantes de la época, sitios en donde la teoría marxista fue la panacea de buena parte de los docentes del área humanística. Allí se aplicaron mecánicamente los postulados del filósofo alemán y sus derivaciones en torno a la literatura, en particular las tesis de Lucien Goldmann y Arnold Hauser, concluyendo que el autor, siempre y en todos los casos, expresaba su propia visión de mundo y -por ende, quisiéralo o no- la de su clase social.
Con semejante postulado alumbrando sus noches de lectura, un inauto ciudadano que leyera “Pequeño poema para armar un regreso”, debería encontrar allí al combatiente Otoniel Guevara dando testimonio de su estancia en las trincheras; al entrar en el mundo de “La Chelita”, tendría que reconocer en Horacio Castellanos Moya al típico clasemediero machista tratando de excitar a una prostituta en un conocido burdel capitalino; y al recitar en voz alta “En la arena”, habría de querer rastrear a la destinataria de una proposición demasiado indiscreta por parte de Javier Alas y, de paso, acusarlo de inconsecuente y evasionista. Y así, tendrían razón algunos de mis lectores cuando se (o me) preguntan, no sin cierta morbosidad, si la chica con cara de gato de mi cuento “Alea jacta est” en realidad se llamaba fulana de tal, vivía en esa colonia y tuvo alguna experiencia sexual conmigo a finales de la década pasada.
Pero, por fortuna, la verdad y la vida no son tan simples.
Desde hace algunos siglos se viene debatiendo el grado de identificación entre el autor y los personajes y percepciones expresados en su obra, sin que hasta el momento haya una respuesta definitiva. En efecto, grandes autores y críticos han dado argumentos, ejemplos y testimonios a favor de una u otra postura.
Hay quienes sostienen que todo autor se proyecta o retrata en lo que escribe, aún cuando no se defienda sin más que la obra constituya una copia directa o testimonio fiel de lo vivido o sentido por él. Esta idea está muy relacionada con la concepción mimética de la obra literaria y con las teorías del arte como desbordamiento y expresión de sentimientos íntimos.
Por otra parte, están quienes ven en la obra literaria un mundo virtual, autónomo y autosuficiente, que se rige por sus propias leyes y cuyos personajes son creaciones de su autor, a partir de su capacidad de ficcionar, y no obedecen necesariamente a proyecciones, deseos reprimidos o expresión de posibilidades propias. En todo caso, reconocen que el elemento existencial no queda anulado en la obra, sino superado y transformado.
Lo más probable es que ambas posturas sean ciertas, según cada obra y cada caso particular.
Efectivamente, hay escritores que tienen una mayor tendencia a incorporar elementos vivenciales en sus escritos. El caso de Roque Dalton, en especial su “Pobrecito poeta que era yo”, puede ser válido como ejemplo. Por lo contrario, hay otros que prefieren ocultar su intimidad y desdoblarse, creando personajes no sólo distintos sino hasta contrarios a sí mismos. Allí está, para el caso, Salarrué expresando con maestría el mundo interior del indio salvadoreño.
En un país como el nuestro, en el cual la literatura testimonial ha tenido bastante difusión en los últimos años, es todavía muy difícil desprenderse de la idea del autor confesionalista. No obstante, acaso sea más saludable distinguir entre la persona real del autor y lo que es su obra, moderando la curiosidad de rastrear aspectos biográficos.
Tales hechos anecdóticos, aún cuando puedan darse, no tienen nada que ver con la calidad literaria de la obra, pues si el haber vivido una experiencia determinada fuera requisito indispensable para convertirla en literatura, demasiados escritores acabaríamos en la cárcel, en el manicomio o en el cementerio antes de haber escrito una sola palabra.
Nota del autor: en esa época lo común era usar sustantivos y adjetivos genéricos, es decir, de género gramatical masculino pero usados como "no marcados" o "no excluyentes", es decir, aplicables tanto a hombres como a mujeres.
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