Encontrarse con alguno de los casi 3,500 exalumnos y exalumnas que a esta fecha tengo es una experiencia de la que siempre cabe esperar alguna sorpresa.
Hay quienes lo saludan a uno con gran efusividad, denotando aprecio por esa pequeña parte de la vida en que coincidimos en el aula; en otros casos, el saludo es protocolario e incluso no faltan quienes se hacen los disimulados/as, según haya sido la experiencia o su propia resolución de los conflictos de la adolescencia. No he tenido (y espero no tener) casos patológicos de agresiones físicas intempestivas o planificadas.
No estoy por hacer una encuesta de popularidad, pero creo que -en el balance general- se me ha percibido como buen docente a lo largo del tiempo.
Hay quienes no me tienen en buen recuerdo, por las razones que sea, pero no creo que sean un número significativo, aunque lo lamento. Hay otras personas para quienes apenas soy parte de una etapa colegial pasada y superada, tipo “no hurt feelings” más o menos neutral, un “mucho gusto” y hasta allí nomás, puedo vivir con eso. Luego, están quienes -por su personalidad- no dicen nada, pero uno nota (o imagina) que hay cierto afecto. También están esas personas que han tenido a bien honrarme con frases de agradecimiento, muchas veces para mi propia sorpresa, lo cual debo a ciertas actitudes en momentos clave más que a contenidos académicos. Hay, además, algunas pocas personas que conocí siendo alumnos o alumnas míos, a quienes hoy puedo contar entre mis amistades cercanas.
Tener presente todo esto es cosa buena, tras veintiséis años de carrera docente y lo que falte aún por venir.
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