Más allá de algunos casos aislados, hay un par de generaciones estudiantiles con quienes en su momento no me llevé bien, durante un par de años a principios de los noventa. Fue un choque de esquemas educativos cuya parte visible se manifestó en una percepción de excesiva exigencia académica de parte mía, además de un carácter que calificaban -en el mejor de los casos- como pesado, si no es que pedante u otros epítetos.
Algo de razón tenían y los errores cometidos me ayudaron después a construir una mejor imagen. Me alegro de haber sobrevivido y superado esa faceta, pero el estigma de “profesor muy odiado” no me lo quité entre esas promociones.
Algún tiempo después de haber pasado por ese trance, sufrí una experiencia nada agradable, relacionada con esos años oscuros. Es una anécdota que no se la deseo a ningún colega, ni exalumno o exalumna, estén del lado que estén.
Un día de semana laboral a eso de las siete de la noche, recibí una llamada telefónica de una voz femenina, a nombre de una compañía de servicios de internet (¿Saltel, Salnet…? No recuerdo). Preguntó directamente por mí y mencionó algunos datos que uno supone confidenciales. El motivo era ofrecer planes de consumo. Le dije que no, que ya tenía contratado un servicio. Ella insistió y me preguntó que cuánto le pagaba mensualmente a esa empresa (de la que mencionó el nombre). Volví a decirle que no estaba interesado, pero ella cargó una vez más y ya en tono de “lo sé todo sobre usted”. Me molesté y le dije que, para comenzar, no tenían por qué estarme llamando a mi número privado para ofertas no solicitadas.
Entonces explotó. La tipa comenzó a gritarme que ella ya sabía cómo iba yo a reaccionar, que ya desde los tiempos del colegio yo era un soberbio, que si no sé qué y que si no sé cuánto.
Le colgué y estuve tentado a llamar a la compañía para denunciar la gritada a domicilio, pero por último lo dejé así. Ahora veo la anécdota como cómica, pero debe ser bien feo andar cargando esos resentimientos.
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