Es oficial: soy un ingenuo, siempre lo he sido. Supe percibir señales e indicios, pero como no soy mal pensado (o, cuando lo soy, me lo tomo a broma) muchas veces no fui capaz de urdirlos anticipadamente en esa trama imaginaria desde la cual podría haber anticipado ciertos propósitos más o menos perniciosos. En efecto: me di cuenta hasta que se consumaron. Vi los elementos aislados de la red, de la trama, de la trampa, de la conspiración y de los planes secretos que se tejían, pero una y otra vez di el beneficio de la duda o pensé que eran casualidades inconexas. Al ser todo evidente, aquellos hilos separados cobraron sentido y me dije: “confiaste demasiado en la bondad ajena”. No me arrepentí entonces ni tampoco ahora, sólo me sentí cándido y me propuse ser un poco más cauto, sagaz si me es posible. No sé si sea virtud o defecto, tampoco si eso me hace mejor o peor, pero no me veo viviendo con la desconfianza y el recelo como premisas.