Organizar un acto público, así sea el más sencillo, requiere de eso que suele llamarse “sentido común”, denominación paradójica por cuanto, visto lo visto, tal cualidad es ajena a la mayoría de mortales. Además, está el tema del buen gusto, que ya es más difícil.
Este día asistí a un evento que, por el tema y características, se suponía solemne, significativo y bonito; pero que -ya en la crasa realidad- no difirió mucho a otros tantos que he presenciado: mal planificado, soso, desabrido y sin estética.
Para comenzar, no hicieron una estimación realista del número de personas asistentes, pues lo menos que se preveía eran cien y en el local no cabían más de setenta, y eso un tanto apretaditas.
Luego, no se enteraron de que en estos tiempos ya no es tarea interplanetaria conseguir un mínimo equipo de sonido para poner siquiera un micrófono, considerando no sólo la cantidad de gente a la que se iban a dirigir sino que, además, en ciertos lugares se cuelan ruidos exteriores.
Tercero, si el sitio no es un auditórium con butacas a desnivel, sino un local donde tanto el público como el escenario están al mismo nivel del piso, es imprescindible poner una tarima para los ponentes, especialmente si estarán sentados, considerando que a nadie de los espectadores/as le gusta estar torciendo el pescuezo o viendo nucas, melenas y calvas durante más de una hora.
Y por último, pero quizá lo más importante: si se convoca a la gente, es de esperar que el programa justifique tanto el tiempo de desplazamiento como la espera (tradicional en la “hora salvadoreña”), no que sean dos o tres intervenciones espontáneas -que no improvisadas- de los anfitriones, para después dar paso a otras tantas alocuciones tipo “no venía preparado” (que, en el caso de hoy, fue así de textual y por varios kilómetros).
A los encargados/as no se les alumbró el foco.
1 comentario:
Me alegra haberte evitado mi calva.
J. A.
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