sábado, 29 de noviembre de 2014

¿Ha evolucionado la formación militar?

Todo ejército se basa en la obediencia jerárquica de sus miembros. El soldado recibe y cumple órdenes, no las discute. En la medida en que esta simple norma se aplique en toda la cadena de mando, así será la eficacia de una estructura militar. Por eso, parte esencial del entrenamiento es interiorizar -hasta el nivel más inconsciente- la disciplina y la subordinación. A la par de lo anterior, el militar debe endurecer sus músculos y su carácter, desarrollar hasta el extremo su instinto de supervivencia y aprender a soportar las condiciones más duras, acorde al mito espartano.

En teoría, suena lógico; en la realidad histórica salvadoreña, fue otra cosa.

A finales de los setentas, conocí a un cadete de la Escuela Militar “Capitán General Gerardo Barrios”, que era novio de una familiar. Entre los temas de conversación habitual, siempre había anécdotas del día a día en dicha institución castrense. Esas pláticas, junto con comentarios de compañeros de colegio que tenían parientes militares, marcaron en mí la impresión que para graduarse de subteniente había dos requisitos principales: primero, tener suficiente aguante físico y sicológico para soportar durante los años de entrenamiento un constante trato despótico y, segundo, estar dispuesto a ejercer ese mismo trato con sus subordinados, cuando llegase la oportunidad (como suele decirse: “no con quien se las debe, sino con quien se las pague”).

Muchas de esas y otras anécdotas conocidas no eran aleccionadores ejemplos de instrucción y disciplina, sino de tortura. De lo que se trataba no era de fortalecer el carácter sino de deformar la personalidad. Los testimonios de El Mozote y otras masacres de la época son apenas un ejemplo de a lo que se llegó con este tipo de "educación".

Como corolario, en 1989 oficiales del ejército dispararon sus armas de guerra contra las cabezas de seis sacerdotes jesuitas y dos mujeres, todos no combatientes y absolutamente desarmados. Lo hicieron en cumplimiento de su deber. La formación castrense había dado sus frutos. Todos excepto uno fueron exonerados, merced al principio de la obediencia debida, por lo que se condenó también al coronel que transmitió la orden. Una amnistía del mismo gobierno de la época los liberó de la cárcel.

Antes de que ocurrieran las peores violaciones a los Derechos Humanos por parte del ejército y sus batallones élite, entrenados por los Estados Unidos de Norteamérica, Monseñor Romero les hizo este llamado: "Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado". Pero en El Salvador, un militar con conciencia no era un buen militar.

En 1992 se firmaron los Acuerdos de Paz. Entre las muchas expectativas estaba la de revisar y reformar la doctrina de la Fuerza Armada, a fin de adecuarla a los nuevos tiempos democráticos. Esto implicaba también la formación de los cadetes en materias tan importantes como Derechos Humanos. Se esperaban nuevas generaciones de oficiales profesionales, comprometidos con el tan vilipendiado pueblo salvadoreño y no con sus opresores; que poco a poco fueran desplazando a las oprobiosas “tandonas” y otras generaciones cuyos oficiales más destacados se fueron a graduar de la tristemente célebre Escuela de las Américas, al amparo de la Doctrina de la Seguridad Nacional.

Ese ideal también tendría que haber desterrado aquellas prácticas claramente arbitrarias, abusivas y vejatorias al interior de la Escuela Militar. Pero en días recientes nos hemos enterado de la muerte de un cadete de apellidos Zelaya Díaz, como resultado de abuso de autoridad y negligencia. Y hace cuatro años ocurrió un caso similar con el cadete Rivera Salinas.

Es entonces cuando nos preguntamos, con grave preocupación, si estos son casos aislados, o -por el contrario- podrían ser apenas la punta visible de un inquietante iceberg, la trágica muestra de que muy poco ha cambiado, el oscuro presagio de que lo más nefasto de nuestra historia podría repetirse.