Una de las mejores películas de todos los tiempos -sea considerada dentro de su propio género, sea vista más universalmente- es “The princess bride” (1987), traducida como “La princesa prometida” o “La princesa Botón de Oro”. Entiendo que, en su tiempo, no fue un gran éxito de taquilla y más pronto que tarde llegó a la programación regular de los canales de televisión por cable, donde frecuentemente se puede disfrutar del repetido y renovado placer de su apreciación.
A excepción del luchador profesional de la entonces WWF, Andre The Giant, en el papel del gigante Fezzik (cuyo puño cerrado equivalía, fuera de trucos, a una cabeza humana promedio), el elenco principal era joven y desconocido; aunque, siguiendo su trayectoria, los podemos ver compartiendo fama en posteriores películas y series memorables; por ejemplo: Cary Elwes, aquí Westley, es Lord Arthur Holmwood en “Drácula”, de Coppola; Fred Savage, aquí el nieto, es el de “Los años maravillosos” (serie de la cual, por nunca haberla visto, asumo que me perdí); y Robin Wright, la princesa Botón de Oro (traducción exacta y apropiada que mejora notablemente el “ranúnculo” que dio el diccionario bilingüe al ingresarle “buttercup”)... ¡no es otra que la célebre Jenny de Forrest Gump! Seguramente para disimular aquel conjunto de novateces, los productores insertaron a algunos famosos en papeles pequeñísimos: Billy Crystal como un excéntrico hechicero (¿hay alguno que no lo sea?) y, sobre todo, el gran teniente Columbo, Peter Falk, como el abuelo narrador.
He aquí, entonces, que una producción “menor” (costó siete millones y recaudó quince), llegó a convertirse en un clásico. ¿Cómo, por qué, acaso tengo la clave?
Según veo, las fortalezas son, en primer término, el guión ágil e ingenioso de William Goldman, más una puesta en escena sobria e inteligente del director Rob Reiner, que incluye la técnica brechtiana del distanciamiento: romper la ilusión en que caería el espectador al creer que la trama es la realidad.
Para lograr este importante objetivo, cada cierto tiempo se recupera la conciencia de que aquello es ficción, mediante los “cortes” que impone el narrador y su nieto al interrumpir el relato. Al mismo tiempo y en ellos, se juega con las hipótesis, especulaciones, cambios de rumbo y comentarios a propósito de la historia, es decir: ¡representa el ideal de la perfecta lectura!
En total consonancia con lo antes dicho, las actuaciones ni siquiera se asoman al terreno de lo melodramático. Todo lo anterior da por resultado una apreciación estética libre de sobresaltos emotivos que, no obstante, resulta apasionante y enternecedora en su justa dimensión, sin quitar por ello espacio a los sutiles toques cómicos distribuidos equilibradamente por aquí, allá y acullá.
Las varias veces que la he visto son el mejor testimonio no sólo de la alta estima en que la tengo sino, especialmente, de su calidad.
lunes, 25 de diciembre de 2006
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1 comentario:
Un muy buen recuerdo de la tierna infancia.
saludos!
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